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En su texto de invitación
y motivación a este foro, las organizadoras escriben, entre otras
cosas, que: “Todo lo que no es “normativo” es mirado por la
literatura con condescendencia y, a menudo, paternalismo. El universo
de la ficción está cantado por un coro de voces blancas,
occidentales, capitalistas.” Imagino que esto está escrito a modo
de provocación, pues desde luego no es cierto, o al menos es apenas
una pequeña parte de la verdad...
Aunque sin duda existe cierta literatura que
exalta las voces y discursos socialmente hegemónicos, la gran
tradición literaria de Occidente -la única tradición de la que
tengo alguna idea- se caracteriza más bien por su afán permanente
de cuestionar, impugnar y contestar las voces y discursos
dominantes: el del padre, el del científico y el del sacerdote,
entre otros. Quizás esto no fuera así en la Antigüedad clásica
-donde la épica estaba llamada a exaltar las virtudes del héroe-
pero desde mi perspectiva, esta es la nota principal y más
sobresaliente de toda la literatura moderna, del Quijote en adelante.
La literatura es esa anomalía que emerge de
los resquicios, agujeros, contradicciones y vacíos de los discursos
normativos y echa ahí raíces; son -por decirlo de alguna forma-
“las otras voces” del sujeto que pugnan por manifestarse, que
reclaman existencia y reconocimiento y, de esa forma, denuncian
-aunque sea indirectamente- la naturaleza opresiva del poder que nos
constituye y somete. En el mundo occidental, la literatura ha sido,
por definición, el espacio de la disonancia y la disidencia. Y esto
no solo en el occidente capitalista, también en lo que fuera el
mundo socialista y en los tristes rincones que de él subsisten.
Cervantes, Moliére, Dickens, Dostoievski, Baudeliére, Balzac, y de
ahí, el siglo XX con su interminable sucesión de “ismos”, cada
uno contestación de lo normativo y dominante precedente, incluyendo
el “ismo” anterior. Aún algo que hoy nos parece tan inocuo como
el modernismo dariano resulta, considerado en su contexto, una
impugnación subversiva del utilitarismo y del positivismo entonces
imperantes.
Dicho lo anterior, es necesario, desde luego,
matizarlo. Pues la literatura es y ha sido esto, pero ha sido y es
también vehículo y canal para las voces, discursos y mandatos del
poder. Más aún, diría que la gran literatura -al menos la que
considero así- suele dar espacio a ambos y convertirse en un
escenario donde se representa su coexistencia e incesante pugna. Así
considerada, una obra literaria es, al mismo tiempo, una
representación de la realidad y una simbolización de la psique de
quien la produce.
Se me dirá que una cosa es dar cabida o
hacerse eco de las voces postergadas, reprimidas y negadas del
sujeto, y otra cosa muy distinta las voces postergadas, silenciadas
y negadas de la sociedad. Esto esto es hasta cierto punto cierto. En
tanto escritor, uno puede liberar sus voces negadas (pongamos por
caso, las voces femeninas que me constituyen) pero no por ello las
mujeres -ni mucho menos el “género femenino”- han liberado su
voz y conseguido expresarse... Haciendo hablar lo que de oprimido y
negado hay en mí, hablan los oprimidos y negados, pero mi palabra
-por sincera y profunda que sea- no reemplaza a la nadie, ni la de
otro puede reemplazar la mía.
De ahí la relevancia de que en el siglo XX las
mujeres conquistaran, en buena parte del mundo, la posibilidad de
expresarse literariamente sin que los hombres hubiéramos de
prestarles nuestra voz (pienso en Emma Bovary), o de que en las
últimas décadas emergieran en algunos países de América Latina
creadores e intelectuales de pueblos sojuzgados durante siglos. Nadie
puede usurpar la voz de nadie pero, por otra parte, todos hemos sido
y somos usurpados por las mismas voces. De esta forma, la literatura
profundiza en los intersticios del yo, pero revela al mismo tiempo su
carácter ilusorio y fantasmal.
Pero ¡atención! También aquellas personas
sometidas a una condición de subordinación o servidumbre están
constituidas y atravesadas por las palabras, mandatos y discursos del
poder hegemónico, y aquellos socialmente dominantes y poderosos
están sometidos a servidumbre y subordinación a la ley que
representan, y obligados por tanto a acallar impulsos, deseos y
voces que los constituyen. De esta forma, ni el origen ni la
condición social de una persona significan nada literariamente
hablando, contra lo que defendían los comisarios de los soviets y
defienden aún hoy muchos “espíritus exquisitos”.
Subir el volumen a alguna de las muchas voces
que nos constituyen implica, necesariamente, bajárselo a las otras.
Entre otras exigencias, el arte de la narrativa consiste en hacer de
la multitud de voces que nos constituyen –eco de los discursos
sociales- un coro armonioso y orquestal... Poco importa si la música
es dodecafónica, vanguardista, clásica o experimental... El arte es
hacer algo comunicable con esa amalgama contradictoria y plural.