miércoles, agosto 15, 2007

LO QUE NOS CUENTA LA LITERATURA

Hace más de veinticinco años, cuando era un muchacho, comencé a escribir cuentos y poemas sin saber muy bien por qué lo hacía. Sentía la urgencia y la necesidad imperiosa de hacerlo y no tenía razones ni deseaba privarme de ello... Con frecuencia me pregunto –y me preguntan– de dónde y porqué surgió esa necesidad o ese deseo. Luego de darle muchas vueltas he llegado a la conclusión de que hubo varias razones que me trajeron a la literatura.
Sin embargo, para hablar de ellas es necesario remontarnos todavía un poco más en el tiempo, hasta ese período un tanto indefinido que llamamos “la adolescencia”. Si me veo como entonces, diría que era un adolescente confundido y desubicado: no sabía lo que quería estudiar ni hacer en la vida pero en cambio sabía que no quería trabajar en una oficina. Sentía desprecio por muchas cosas que la mayoría de la gente consideraba respetables, pero al mismo tiempo mis intereses eran confusos y vagos: me gustaban los carros, me gustaba el fútbol, había sentido atracción por la arqueología pero me desanimaba el rigor de las ciencias... Mi experiencia familiar había sido traumática, de modo que tampoco fantaseaba con una familia ni nada por el estilo. Tal vez, de una manera vaga, quería conocer el mundo, pero diría que ante todo necesitaba desentrañar mi propio mundo emocional, que se me presentaba como algo caótico.
Sufría, es la verdad.
Sufría por desconocer mi lugar en el mundo; sufría por pensamientos y emociones de muerte y destrucción que me asaltaban cuando menos lo esperaba. Y sufría porque, en muchos sentidos, me sentía aislado de los demás.
Había en mi casa familiar una biblioteca pequeña pero con buenos títulos. Tanto mi madre como mi padre y mis hermanos han sido lectores toda la vida. Sin mayores expectativas me acerqué a los libros, algo que prácticamente no había hecho hasta entonces.
Jamás olvidaré la tarde en que tomé en mis manos por primera vez “El Extranjero”, la novela de Albert Camus. Recuerdo vivamente la impresión que me produjo la frase inicial: “Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé.” Tenía entonces alrededor de 15 años. Sentí un estremecimiento profundo y no pude dejar de leer durante varias horas, hasta estar tan conmovido y excitado, que tuve que salir de la casa a refrescarme. Había anochecido y los muchachos del barrio estaban reunidos frente a una de las casas del vecindario. Me acerqué a ellos –mis amigos más cercanos– y traté de comunicarles lo que me había ocurrido, pero de inmediato tuve la certeza de que no podría explicar lo que esa lectura había significado para mí.
¿Qué había significado aquella lectura?
Hoy diría que, en esas páginas, encontré algo que revelaba mi propio mundo interior. El caos, la confusión, el sufrimiento que yo no tenía palabras para nombrar, para comprender, para interpretar, había sido expresado antes por alguien, y al leerlo yo reconocía algo de mi propia experiencia. Esa lectura me ayudaba a entenderme y a explicarme como individuo. Además, me procuraba el inmenso alivio de sentir que no estaba completamente solo y que otros habían vivido o experimentado cosas semejantes.
Comencé a leer con avidez los libros que había en la casa. Muchos eran de autores del llamado boom latinoamericano –Cortázar, Carpentier, Vargas Llosa, García Márquez, Ernesto Sábato–. Me sumergí en ellos con esa furiosa avidez que experimentamos solo cuando creemos haber dado con nuestra salvación. Una y otra vez reviví la sensación que sentí leyendo “El Extranjero”: en la vida de los personajes sobre los que trataban esos libros, encontraba reflejos de mi propia experiencia y eso me procuraba el doble alivio de empezar a descifrar ese mundo interior que se me presentaba dolorosamente caótico, y de sentir que mi experiencia personal era semejante a la de otros.
Pero en aquellos libros encontraba también otras cosas. Encontraba juegos provocadores, imágenes deslumbrantes, chistes y paradojas, ideas complejas sobre la muerte, la vida y la sociedad; encontraba paisajes de tierras lejanas o de sociedades ya desaparecidas; encontraba costumbres y formas de hablar distintas de las mías... Encontraba, en fin, experiencias diferentes de la mía que me asombraban y me enriquecían. Así pues, en la experiencia iniciática que fueron para mí esas lecturas, encontré una revelación tanto de mi propio mundo interior –que me era hasta cierto punto opaco y desconocido–, como de otros mundos distintos que, al develárseme, me hacían más conciente de mi singularidad y de la diversidad humana.
Esas lecturas marcaron mi vida. De ahí nace mi deseo de escribir; más aún, mi deseo de convertirme algún día en escritor.
La devoción con que leí esos primeros libros rara vez la he igualada. En todo caso, conforme los años pasan, son cada vez menos las lecturas capaces de producir en mí un estado de trance como el que experimenté entonces.
La elección de esta palabra no es inocente. En la experiencia del trance somos poseídos por otro ser –generalmente de naturaleza espiritual– con el que establecemos una identificación profunda pero también transitoria. De tal identificación salimos transformados.
La lectura tiene algo de hipnótico y puede inducir un trance, un estado de suspensión del propio ser y de posesión por otro ser u otros seres –los personajes– al cabo del cual tenemos la sensación –difícil de definir, pero que estoy seguro todos los lectores han experimentado– de que ya no somos los mismos, de que algo en nosotros se transformó como por efecto de una revelación.
La posesión que sufre don Alonso de Quijano, mejor conocido como Don Quijote de la Mancha, es una parodia –es decir, una caricatura– de lo que nos ocurre a todos los lectores, pero lo resume bien. La lectura de un libro que nos ha conmovido modifica algo en nosotros. No se trata solamente, como le sucede a don Alonso de Quijano, de emular o imitar a los héroes de los libros. Al colocarnos en otra perspectiva o en situaciones nuevas o insólitas, la lectura enriquece nuestra experiencia vital y nos transforma.
Todo lo anterior para decir que, antes que escritor, soy lector. Mi deseo de escribir nace de mi deseo de producir en quienes me leen una emoción semejante a la que experimenté yo en aquellas lecturas. Creo que esa es la más alta aspiración que puede proponerse un escritor: deseamos ser leídos como leímos nosotros a aquellos escritores a quienes amamos.
Lo anterior dice mucho de mis motivaciones para convertirme en escritor, pero no es tan evidente que diga algo acerca de lo que nos cuenta la literatura. Sin embargo, si examinamos con mayor atención lo que me ocurrió entonces, tal vez encontremos algo que vaya más allá de mi experiencia personal.
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A lo largo de mi vida me he preguntado muchas veces qué es un ser humano. En busca de respuestas podemos acudir a diferentes disciplinas que consideran o definen al ser humano desde un punto de vista particular. Así por ejemplo, podemos ensayar una definición del ser humano desde el punto de vista anatómico, fisiológico, antropológico, filosófico, sociológico o religioso... Cada una de estas disciplinas nos propone su definición del ser humano. Sin embargo, cuando nos enfrentamos a ellas, nos dejan la impresión de que resultar groseramente incompletas por haber sido formuladas desde una disciplina particular.
En algunos videos didácticos que realicé para organizaciones de derechos humanos intenté acercarme al asunto de una forma puramente descriptiva, mostrando que –con independencia de nuestra cultura, de nuestra edad, de nuestra posición social o del momento histórico en que nos toque vivir–, los seres humanos hablamos, reímos, bailamos, lloramos, hacemos música, necesitamos alimentos y los cocinamos, necesitamos vestimentas y guarecernos de las inclemencias del tiempo. Podemos afirmar también que todos conocemos, en alguna medida, sentimientos como el amor, el odio, la envidia, la alegría, el temor a lo desconocido y a la muerte... Todo esto lo tenemos en común con nuestro vecino y con un neandertal que vivió hace 35,000 años, con un babilonio, un chino o una egipcia que vivieron hace 3500 años, con un campesino maya que se deslumbró ante el esplendor de Tikal o con los gitanos y judíos que murieron asesinados en los campos de exterminio.
Para un pececito de arrecife, su hábitat o territorio vital son unos pocos metros cuadrados en torno a la piedra donde tiene su refugio; para una manada de monos cariblancos ese territorio se amplía hasta unos cuántos kilómetros y para un jaguar es de alrededor de cien kilómetros cuadrados. Pero nuestro territorio vital –o si se prefiere, nuestra comarca existencial– se extiende a todo el Universo, sea cual sea y por vaga que resulte la idea que tengamos de él. Para bien o para mal sabemos que estamos aquí, en esto que no sabemos muy bien qué es. Sabemos que la vida es transitoria y que moriremos.
Otra característica singular de los seres humanos es que, inevitablemente, tenemos juicios de valor, es decir, ideas acerca de lo que es bueno y es malo, correcto e incorrecto... Es significativo que en el Génesis bíblico, la pareja primordial adquiera en el mismo acto la conciencia, la conciencia de la Muerte y la conciencia del Bien y del Mal. Lo que en el lenguaje de los mitos se nos dice aquí, es que la conciencia es conciencia de la Muerte y al mismo tiempo conciencia de que existen “actos buenos” y “actos malos.”
Preguntarnos si las ideas del bien y del mal son relativas y están sujetas a la historia y a la cultura es otro asunto –o asunto de otra discusión–, pero los seres humanos “estamos obligados” a realizar juicios o valoraciones acerca de nuestros actos y los actos de nuestros congéneres. Ser conscientes del Bien y del Mal nos obliga a elegir. Hace más de medio siglo los filósofos existencialistas expresaron esta idea mediante la provocadora frase: “Estamos condenados a ser libres.”
No hay duda de que otras criaturas del planeta realizan algunas de las actividades mencionadas arriba. Como se sabe, hay pájaros que danzan y cantan, mamíferos que construyen madrigueras y cientos de especies se comunican mediante sistemas de señales y signos más o menos complejos. Sabemos que muchas especies tienen una vida emocional compleja y desarrollan poderosos vínculos entre los miembros de la manada o el grupo, pero hasta donde sabemos, ninguna otra criatura comparte nuestra conciencia de estar en el Cosmos, así como tampoco de la Muerte, del Bien y del Mal.
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Creo que la literatura es ante todo la expresión de un estado de perplejidad por la condición humana. La chispa de donde surge la literatura es la necesidad imperiosa de compartir esa perplejidad por nuestra paradójica y singular condición. La literatura es siempre un intento de transmitir y compartir tal estado.
La perpetua fascinación de los niños no es otra cosa que una forma de perplejidad. Sin embargo, mientras la palabra “fascinación” nos remite a un estado de embelesamiento o puro asombro, la “perplejidad” recupera algo de la violencia y la incertidumbre propias de nuestra experiencia.
La perplejidad es un asombro lúcido y supone algo más que el puro embelesamiento: impone en nosotros cierto distanciamiento de lo que vivimos y nos coloca en una situación en la que somos, al mismo tiempo, sujetos y espectadores de una situación.
Todas las criaturas estamos sometidas a la incertidumbre y debemos lidiar con ella. No sabemos si viviremos mañana; ignoramos si la enfermedad o el infortunio se abatirán sobre nosotros o si por el contrario un golpe de fortuna nos asegurará el sustento durante cierto tiempo. Pero a esta incertidumbre que compartimos con los restantes seres, nosotros debemos agregar la incertidumbre sobre la naturaleza de nuestros actos y sobre sus consecuencias últimas. La literatura surge de la perplejidad por nuestra condición y por las responsabilidades que derivan de ella, y pretende contagiar a los lectores de un estado parecido.
Los detonantes de nuestra perplejidad son muy variados: A veces es la injusticia o la estupidez humana; otras veces es la experiencia de la fugacidad del tiempo, siempre desconcertante; otras veces la perplejidad nace de la percepción de la belleza que nos golpea de repente; o bien de la sospecha de la trascendencia o, por el contrario, de la percepción de nuestra insignificancia debido a los cambios de la fortuna y a la fragilidad de nuestra dicha; otras veces la perplejidad surge de la percepción de lo ominoso y amenazante que hay en el mundo, o bien de nuestra indagación en el pasado o del conocimiento de otras tierras, costumbres y culturas... La experiencia del heroísmo, del sacrificio o de la santidad también pueden inspirar perplejidad en nuestro espíritu, así como las posibilidades de perversión y de crueldad del corazón humano.
De modo pues que, a diferencia de las ciencias humanas, de la teología o la filosofía, la literatura no ofrece una definición del ser humano sino más bien una recreación de la vida desde el punto de vista infinitamente diverso y, al mismo tiempo, irremediablemente parecido, de los seres humanos: nuestros dilemas, traspiés, esperanzas y zonas turbias, traiciones, engaños y caídas.
Si una inteligencia de otro planeta quisiera saber qué especie señoreó sobre la Tierra durante este período de su historia, podría recurrir a las ciencias humanas, a la filosofía y a la teología para saber cómo éramos físicamente, cómo nos organizábamos para vivir e incluso qué pensábamos, qué sabíamos y qué creíamos acerca de nosotros mismos... Pero si quisiera saber “cómo era ser humano”, es decir, si quisiera aproximarse a lo que es la existencia desde nuestra perspectiva, no tendría más remedio que recurrir a la literatura. Ahí encontraría la expresión y representación más acabada de la existencia desde el punto de vista humano.
La tragedia y la comedia, la épica y la lírica, la literatura dramática e inclusive los cuadros de costumbres tienen en común esa urgencia, ese afán de infundir en nosotros un estado de perplejidad por lo que somos, de revelar y redescubrir nuestra condición humana tan incierta, precaria y paradojal. El campesino más humilde que rasga su guitarra y canturrea en la noche cerrada sabe esto y lo canta a su manera; la poesía de la antigüedad y la moderna, la culta y la popular, los poemas épicos, los mitos y leyendas, todas y cada una de estas manifestaciones expresan, revelan y recrean de alguna forma nuestra perplejidad ante el mundo que nos rodea, ante los otros y ante nosotros mismos; la perplejidad ante nuestra condición incierta y ante la paradoja de saber que estamos en el Cosmos pero ignoramos qué es el Cosmos y para qué estamos aquí.
¿No es La Odisea un relato lleno de perplejidad por el heroísmo de Ulises para enfrentar y vencer infinitas adversidades? Y la literatura judeo-cristiana, del Antiguo y el Nuevo testamento en adelante, hasta las hagiografías y las vidas de los santos, ¿no es fruto y expresión de nuestra perplejidad por la incertidumbre y la fragilidad humanas, por el sacrificio o la santidad? ¿Y no nace don Quijote de la Mancha de la perplejidad por el heroísmo y el valor de los caballeros andantes, de cuyas hazañas se nutre Alonso Quijano hasta “secarle el seso”? Perplejidad por los otros y perplejidad por nosotros, por lo que somos y hacemos y por lo que otros hacen y son...
Hay perplejidades voraces, elefantiásicas, mastodónticas, como las de Neruda, Calderón de la Barca o Balzac. Para ellos no había fenómeno bajo el cielo que no fuera motivo de asombro, admiración o perplejidad: un ajo o una cebolla, un episodio olvidado de la historia, la vida de una sencilla campesina, de un exitoso capitalista o de un pícaro de pueblo...
O nuestro gran Debravo, en su “Canto de amor a las Cosas”:

Amado seas tú, corazón, porque el vino
no madura mejor que en tu roja carnaza
.
(...)
Amados seáis, camiones, duras células
De la ciudad que cruje, duele, canta
(...)
Amada tú, zanahoria, corazón encendido
De las tierras aradas.
(...)

Después de todo, vistas desde el asombro y la perplejidad, todos los seres y las cosas existentes –reales o imaginarios– se convierten en algo extraordinario que refleja la incertidumbre, precariedad y maravilla de nuestra condición.
***
Naturalmente yo no sabía ninguna de estas cosas aquella tarde, hace alrededor de treinta años, cuando tomé en mis manos “El Extranjero” de Albert Camus y experimenté una intensa sacudida al adentrarme en la lectura de sus páginas.
Aquella era la sacudida de la perplejidad, el asombro lúcido que me poseía al reconocer ahí sentimientos e ideas que yo intuía o entreveía de alguna forma. De esa experiencia –y de las lecturas que a partir de ese momento emprendí– saldría transformado para siempre. Ahí nació mi deseo de convertirme algún día en escritor, es decir, mi deseo de transmitir, mediante la recreación de vidas reales o ficticias –de vidas “realmente ficticias”– , el asombro y la perplejidad por nuestra condición de criaturas obligadas a elegir permanentemente entre el bien y el mal, entre la creación y la destrucción, mientras nos acecha la Muerte y seguimos preguntándonos qué es el Cosmos y qué hacemos aquí.
Aunque no lo sabía entonces, es precisamente de todo esto de lo que tratan los cuentos, novelas y poemas que comencé a escribir poco después y que continúo escribiendo hasta el día de hoy.