lunes, junio 29, 2009

LA "SUPERIORIDAD MORAL" DEL SOCIALISMO

Era 1987 y se vivía el apogeo de la glasnost y la perestrika impulsadas por Gorbachov. Yo había llegado a Cuba para realizar estudios de guión cinematográfico en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. En los cursos coincidíamos extranjeros y cubanos; así conocí a varios guionistas y poetas de la isla, gente de la cultura y las artes extremadamente culta y amable, integrantes de las élites en las que el Partido Comunista Cubano había invertido tantos empeños y en las que cifraba sus esperanzas. Pero el cielo estaba turbio y el horizonte nublado. Recuerdo, por ejemplo, que varias revistas soviéticas ya no circulaban en la Escuela, pues su pensamiento desafiaba la rigidez del partido cubano.

Inevitablemente la política era tema de nuestras conversaciones. Fue así como vine a escuchar aquello de “la superioridad moral del socialismo”. Quien utilizó el argumento fue un realizador de televisión cubano. No recuerdo su nombre pero en cambio sí recuerdo que mientras desarrollaba su argumento se destilaba de su rostro una tristeza inocultable, como si ya entonces fuese evidente que la superioridad del socialismo, en caso de existir, sería únicamente moral, que no económica, militar ni política… Más aún, hoy pienso que su tristeza nacía de la convicción de que la inferioridad económica, militar y política del socialismo, se debía precisamente a su superioridad moral.

Lo escuché con interés. Aunque la frase tenía un resabio de consigna, había en ella algo atractivo. Un sistema político y económico basado sobre la solidaridad debía ser, en efecto, “moralmente superior” a otro basado sobre el afán de lucro y la explotación. Parecía razonable. Parecía justo. Parecía evidente.

Después pasó lo que sabemos y continúa ocurriendo hasta hoy. Aunque el socialismo, como experiencia histórica, prácticamente dejó de existir, aquella frase sobre “la superioridad moral” del socialismo cada tanto regresa a mi mente.

Hoy me pregunto si puede decirse de algún sistema político que es “moralmente superior” a otro. ¿Es “moralmente superior” la democracia capitalista moderna a las sociedades esclavistas o al feudalismo? O, para poner en entredicho la idea de un “progreso” necesario en la historia, ¿es acaso “moralmente superior” el absolutismo ilustrado a la democracia capitalista moderna? Como se ve, el asunto trae cola.

Solo las personas tenemos moral y conductas morales, y por ello no puede hablarse con propiedad de la “superioridad moral” de un sistema político. Desde esta perspectiva, los sistemas económicos y políticos serían moralmente neutros, como dicen algunos que es la ciencia, y solo quienes vivimos y actuamos en ellos lo hacemos moral o inmoralmente. El escandaloso fraude Madoff o el reciente colapso del sistema bancario estadounidense serían el resultado de la conducta inmoral de algunos individuos, pero no de las instituciones y las reglas que les permitieron –casi los empujaron– a actuar así.

Sin embargo, las instituciones sociales son producto de los acuerdos alcanzados entre los distintos grupos sociales y fuerzas políticas de una sociedad. Estos acuerdos son siempre provisorios o, para decirlo con algún ingenio, son provisionalmente definitivos... Hasta nuevo aviso. Lejos de constituir una excepción, las instituciones que regulan la vida económica y política son la expresión por excelencia de ello.

De esta forma, las instituciones son resultado de acciones humanas y, en consecuencia, de los valores de aquellas personas y grupos que intervienen en su creación. Esto mismo puede decirse de los sistemas económico-políticos –democracia capitalista, comunismo, capitalismo de Estado– que no son otra cosa que un conjunto de instituciones mancomunadas más o menos armoniosamente.

A diferencia de otras creaciones humanas –una jarra o un automóvil, en donde sin embargo sí se materializan valores estéticos– las instituciones son cristalizaciones de los valores éticos imperantes en una sociedad, o, para ser más preciso, de los valores éticos de los grupos imperantes en esa sociedad, y están lejos de ser “éticamente neutrales”. Hay instituciones más o menos autoritarias, más o menos democráticas, más o menos transparentes u opacas, más o menos cuidadosas del equilibrio ambiental, orientadas a reconocer y satisfacer las necesidades y aspiraciones de grupos más o menos amplios de esa sociedad... Las instituciones no tienen conducta moral pero en cambio sí son el resultado y la cristalización de los valores de los grupos que integran esa sociedad, y sus efectos pueden ser examinados desde una perspectiva ética.

Por ello uno puede estar a favor o en contra de las instituciones, pero en cambio no tiene sentido hablar de ellas en términos de inferioridad o superioridad moral, pues cualquier juicio que hagamos en este sentido está formulado desde una particular y personal escala de valores. Decir que el socialismo es moralmente superior al capitalismo por estar basado en la solidaridad, es engañoso y equívoco, puesto que el verdadero contenido de esta afirmación es que, para la persona que afirma esto, la solidaridad es preferible a otro valor que está en la base del capitalismo, por ejemplo, el beneficio personal. Este juicio es tan respetable y discutible como su opuesto.

Ya Platón se había propuesto averiguar cómo sería la sociedad justa por excelencia, y tras sus pasos han caminado decenas y centenas de pensadores a lo largo de los siglos. Pero los sueños –o los delirios- de la razón, suelen engendrar monstruos, como lo demuestra el mismo ejercicio socrático y tantos otros que en la historia lo han seguido. En cualquier caso, no deja de ser sorprendente que un individuo se sienta en posición de definir a-priori lo que sería justo para todos los que integran la sociedad. Así, las instituciones dejan de ser el resultado tenso y siempre provisorio de la negociación entre diferentes grupos sociales y fuerzas políticas, para convertirse en el fruto de las convicciones, creencias y valores de un solo individuo. Por más filósofo e iluminado que sea, hay algo opresivo e inadmisible aquí.

En cualquier caso, los juicios sobre las instituciones y los sistemas económico-políticos deben de fundamentarse, no tanto en los valores sobre los que se basan estos en el plano doctrinario, ideológico o declarativo –en donde siempre abundarán palabras altisonantes como Libertad, Igualdad, Justicia, Solidaridad, etcétera–, sino sobre sus efectos en la vida de las personas. Y eso ya es harina de otro costal.
El beneficio personal o la solidaridad son valores legítimos en la esfera de la moral, es decir, en el ámbito de los valores que rigen u orientan la acción humana. Sin embargo pocos negarán que aún mejor es hacer coincidir el beneficio personal y el beneficio común o colectivo. Desde esta perspectiva, tal vez sí pueda hablarse de superioridad o inferioridad de los sistemas económico-políticos.