Sin pretender hacer teoría del asunto, diría que las novelas pueden ser difíciles por su complejidad formal, por ser oscuras o confusas en el abordaje de su tema o por abordar asuntos poco gratos que, en general, preferimos obviar o ignorar. Creo que este último es el caso de “El diluvio universal”, primera novela del escritor costarricense Guillermo Barquero (1979).
En sus 280 páginas, “El diluvio universal” nos introduce en el mundo de Rafael Martínez, personaje principalísimo –mas bien único- de la novela. ¿Y quién es Rafael Martínez? Rafael Martínez iba a ser, sería, soñaba con ser, un eminente científico, un microbiólogo destacado que se dedicaría a la investigación pura en los temas de su interés.
De él sabemos que se crió en un ambiente familiar triste, marcado por el suicidio de una hermana, por el amor de su abuela y por la ausencia de su padre –la palabra “padre” no aparece una sola vez en la novela–; sabemos que fue un estudiante aventajado, que tuvo contacto con institutos de investigación de países del primer mundo y que su ingreso al entorno de la investigación de punta parecía inminente; sabemos que recibió una herencia que le permitió viajar por Europa, que tuvo un único amor y que la muerte le arrebató a su joven esposa en un accidente. Sabemos también, desde el inicio, que todo ello lo condujo al alcoholismo, a la pobreza –casi a la miseria–, y que su vida actual discurre entre la dipsomanía y la ilusa esperanza de que algún día reencontrará el destino que acarició y que no supo exactamente cómo ni cuándo escapó de sus manos.
Este universo oscuro, decadente, no es en ningún momento considerado con compasión o ironía. Cualquiera de estas dos aproximaciones abriría una válvula de escape sobre la atmósfera asfixiante del texto. Pero Guillermo Barquero prefirió una mirada fría, casi “entomológica” sobre su personaje.
Quienes lean el libro no me reprocharán haber contado esto, pues “El diluvio universal” es cualquier cosa menos una novela en que el argumento sea lo esencial. Diría que casi todas las cosas importantes en el libro escapan a la brevísima sinopsis que acabo de esbozar.
¿Qué es entonces lo esencial en esta novela? ¿Cuáles son las cosas importantes en ella?
Para responder, es necesario preguntarnos dónde transcurre la acción de la novela. En mi opinión, la acción de esta novela se desarrolla fundamentalmente en tres planos:
1) En el intracuerpo del protagonista.
2) En la memoria y la imaginación del protagonista.
3) En el lenguaje mismo.
La vocación científica del protagonista lo lleva a tener una hiperconciencia de su organismo, de la vida celular, de los órganos internos de su cuerpo, y la novela está atravesada por referencias constantes a este plano de la realidad: lo intracorporal. (Un acierto la pintura de Francis Bacon en la portada). Estamos pues ante una novela en la que lo escatológico tiene una presencia importante, casi fundamental. Hay una complacencia del narrador –a veces narrador protagonista, a veces narrador testigo, a veces narrador omnisciente– en nombrar, casi diríamos en “tocar” lo primario, lo elemental, lo oscuro, lo vedado de la vida orgánica. Paralelo a ello, el protagonista está obsesionado desde su niñez con la muerte, con la idea de su muerte, lo que vuelve doblemente escatológica la obra.
En cuanto a la memoria y la imaginación, gran parte de lo que el autor nos presenta en las páginas de su libro no son las acciones ni los pensamientos del protagonista ni –digámoslo así– la situación general del personaje, sino más bien recuerdos o fragmentos de recuerdos, imágenes oscuras de la conciencia cuyo origen no resulta siempre preciso: la memoria, la imaginación o una mezcla de ambas. No se trata, pues, de una novela estrictamente realista. Pero sobre esto volveré más adelante.
En cuanto al lenguaje, la novela es torrencial, en perfecta sintonía con el título. Asistimos en ella a un diluvio de palabras, un diluvio que a mi juicio tiene resonancias e inspiración barroca. Las citas y referencias a Quevedo no resultan casuales, ni el hecho de que los capítulos tengan un encabezado a la usanza de las novelas del Siglo de Oro. Además de barroca en su lenguaje, la novela es también, a veces, ligeramente culterana –palabras y tropos de uso infrecuente, a veces en desuso– y no está exenta del lenguaje científico del protagonista.
i) Escatológica en algunas de las materias que toca, ii) barroca y a veces culterana en su lenguaje y iii) en los límites del realismo, son algunas de las características de esta novela.
Sobre los límites del realismo en los que se mueve la novela, hay un aspecto que también me parece oportuno comentar. Si bien desde las primeras páginas, desde los primeros párrafos, la novela nos introduce en el intracuerpo, en la imaginación y la memoria del personaje principal, todo parece quedar enmarcado dentro de los márgenes de un “realismo” que admite esos planos de la realidad. Sin embargo, en el último tercio de la obra, el autor salta sobre este código estético, cambia los términos del “contrato de lectura” con sus lectores y la novela adquiere un tono diferente, alegórico en algún sentido, cercano a la literatura del absurdo, en otro.
Para uno, como lector, este cambio de los códigos después de 200 páginas de lectura no resulta fácil de encajar. Y esa es otra dificultad que la novela nos plantea.
Además de estas características, si se quiere relacionadas con lo narrativo del texto, me gustaría también referirme brevemente al plano ideológico de la novela, es decir, a las ideas y conceptos que se abordan o plantean en ella.
Tal y como alabé lo acertado de la portada de esta edición, debo decir que discrepo del texto de la contratapa. En él se afirma que la referencia cristiana subyacente en el título es fortuita. Nada más lejos de la verdad.
La novela en su totalidad es un airado reclamo, un desesperado grito contra el Padre –contra el Padre Celestial, aunque no por sutiles las relaciones entre religión y psicología son menos evidentes– por su abandono, por su ausencia, por el castigo de existir en un mundo del que Él se ha retirado. En efecto, se trata de un mundo sin Dios. Un mundo en el que el castigo es la inexistencia de Dios pero el pecado no resulta para nada claro. De hecho, parte de la búsqueda del protagonista –una búsqueda a ciegas, desesperada– es la búsqueda de la Culpa. Hay quienes buscan el Perdón mediante la expiación, y hay quienes buscan la Culpa mediante la autodestrucción. El protagonista necesita saber cuál ha sido su pecado: otra resonancia con la literatura barroca, con el Lope de “¡Ay, mísero de mí…!”
Pero no solo ello: ante la ausencia de Dios, la ciencia, como búsqueda alterna de sentido, también ha fracasado. El protagonista se pasea ante los restos derruidos de dos deidades: Dios y la Ciencia, y es incapaz de dotar de sentido a su existencia.
Estamos, pues, ante un mundo eminentemente nihilista.
En un universo como este, la muerte es una liberación y la aniquilación una promesa: la promesa de la purificación para iniciar un nuevo ciclo. Y aquí es donde la metáfora o el símbolo del Diluvio Universal entra a jugar plenamente.
¿Es, en definitiva, nihilista esta novela? No lo sé. Sí y no. Al recurrir al símbolo de la purificación, abre una ventana a la renovación, aunque creo que el autor eligió ser ambiguo en este aspecto.
Estoy seguro de que Guillermo Barquero es conciente de las dificultades y los riesgos que he venido enumerando, y creo también que ha querido asumirlos. “El Diluvio Universal” es, en definitiva, una novela ambiciosa, estética y literariamente hablando, y es también una novela escrita sin concesiones al lector, que exige mucho de nosotros y nos pone a prueba.
Estamos, entonces, ante una novela de riesgo, de apuesta estética. Y este es, a mis ojos, un mérito importante. Cada lector deberá hacer su balance y decidir cuántos y cuáles de estos riesgos la obra sorteó con éxito y en cuáles otros sucumbió en su intento. Pero de eso se trata la literatura y las artes: de hacer apuestas, de tomar riesgos, de explorar caminos por los que otros no habían transitado.
Guillermo Barquero lo hace en esta novela y por ello merece mi saludo y reconocimiento.
En sus 280 páginas, “El diluvio universal” nos introduce en el mundo de Rafael Martínez, personaje principalísimo –mas bien único- de la novela. ¿Y quién es Rafael Martínez? Rafael Martínez iba a ser, sería, soñaba con ser, un eminente científico, un microbiólogo destacado que se dedicaría a la investigación pura en los temas de su interés.
De él sabemos que se crió en un ambiente familiar triste, marcado por el suicidio de una hermana, por el amor de su abuela y por la ausencia de su padre –la palabra “padre” no aparece una sola vez en la novela–; sabemos que fue un estudiante aventajado, que tuvo contacto con institutos de investigación de países del primer mundo y que su ingreso al entorno de la investigación de punta parecía inminente; sabemos que recibió una herencia que le permitió viajar por Europa, que tuvo un único amor y que la muerte le arrebató a su joven esposa en un accidente. Sabemos también, desde el inicio, que todo ello lo condujo al alcoholismo, a la pobreza –casi a la miseria–, y que su vida actual discurre entre la dipsomanía y la ilusa esperanza de que algún día reencontrará el destino que acarició y que no supo exactamente cómo ni cuándo escapó de sus manos.
Este universo oscuro, decadente, no es en ningún momento considerado con compasión o ironía. Cualquiera de estas dos aproximaciones abriría una válvula de escape sobre la atmósfera asfixiante del texto. Pero Guillermo Barquero prefirió una mirada fría, casi “entomológica” sobre su personaje.
Quienes lean el libro no me reprocharán haber contado esto, pues “El diluvio universal” es cualquier cosa menos una novela en que el argumento sea lo esencial. Diría que casi todas las cosas importantes en el libro escapan a la brevísima sinopsis que acabo de esbozar.
¿Qué es entonces lo esencial en esta novela? ¿Cuáles son las cosas importantes en ella?
Para responder, es necesario preguntarnos dónde transcurre la acción de la novela. En mi opinión, la acción de esta novela se desarrolla fundamentalmente en tres planos:
1) En el intracuerpo del protagonista.
2) En la memoria y la imaginación del protagonista.
3) En el lenguaje mismo.
La vocación científica del protagonista lo lleva a tener una hiperconciencia de su organismo, de la vida celular, de los órganos internos de su cuerpo, y la novela está atravesada por referencias constantes a este plano de la realidad: lo intracorporal. (Un acierto la pintura de Francis Bacon en la portada). Estamos pues ante una novela en la que lo escatológico tiene una presencia importante, casi fundamental. Hay una complacencia del narrador –a veces narrador protagonista, a veces narrador testigo, a veces narrador omnisciente– en nombrar, casi diríamos en “tocar” lo primario, lo elemental, lo oscuro, lo vedado de la vida orgánica. Paralelo a ello, el protagonista está obsesionado desde su niñez con la muerte, con la idea de su muerte, lo que vuelve doblemente escatológica la obra.
En cuanto a la memoria y la imaginación, gran parte de lo que el autor nos presenta en las páginas de su libro no son las acciones ni los pensamientos del protagonista ni –digámoslo así– la situación general del personaje, sino más bien recuerdos o fragmentos de recuerdos, imágenes oscuras de la conciencia cuyo origen no resulta siempre preciso: la memoria, la imaginación o una mezcla de ambas. No se trata, pues, de una novela estrictamente realista. Pero sobre esto volveré más adelante.
En cuanto al lenguaje, la novela es torrencial, en perfecta sintonía con el título. Asistimos en ella a un diluvio de palabras, un diluvio que a mi juicio tiene resonancias e inspiración barroca. Las citas y referencias a Quevedo no resultan casuales, ni el hecho de que los capítulos tengan un encabezado a la usanza de las novelas del Siglo de Oro. Además de barroca en su lenguaje, la novela es también, a veces, ligeramente culterana –palabras y tropos de uso infrecuente, a veces en desuso– y no está exenta del lenguaje científico del protagonista.
i) Escatológica en algunas de las materias que toca, ii) barroca y a veces culterana en su lenguaje y iii) en los límites del realismo, son algunas de las características de esta novela.
Sobre los límites del realismo en los que se mueve la novela, hay un aspecto que también me parece oportuno comentar. Si bien desde las primeras páginas, desde los primeros párrafos, la novela nos introduce en el intracuerpo, en la imaginación y la memoria del personaje principal, todo parece quedar enmarcado dentro de los márgenes de un “realismo” que admite esos planos de la realidad. Sin embargo, en el último tercio de la obra, el autor salta sobre este código estético, cambia los términos del “contrato de lectura” con sus lectores y la novela adquiere un tono diferente, alegórico en algún sentido, cercano a la literatura del absurdo, en otro.
Para uno, como lector, este cambio de los códigos después de 200 páginas de lectura no resulta fácil de encajar. Y esa es otra dificultad que la novela nos plantea.
Además de estas características, si se quiere relacionadas con lo narrativo del texto, me gustaría también referirme brevemente al plano ideológico de la novela, es decir, a las ideas y conceptos que se abordan o plantean en ella.
Tal y como alabé lo acertado de la portada de esta edición, debo decir que discrepo del texto de la contratapa. En él se afirma que la referencia cristiana subyacente en el título es fortuita. Nada más lejos de la verdad.
La novela en su totalidad es un airado reclamo, un desesperado grito contra el Padre –contra el Padre Celestial, aunque no por sutiles las relaciones entre religión y psicología son menos evidentes– por su abandono, por su ausencia, por el castigo de existir en un mundo del que Él se ha retirado. En efecto, se trata de un mundo sin Dios. Un mundo en el que el castigo es la inexistencia de Dios pero el pecado no resulta para nada claro. De hecho, parte de la búsqueda del protagonista –una búsqueda a ciegas, desesperada– es la búsqueda de la Culpa. Hay quienes buscan el Perdón mediante la expiación, y hay quienes buscan la Culpa mediante la autodestrucción. El protagonista necesita saber cuál ha sido su pecado: otra resonancia con la literatura barroca, con el Lope de “¡Ay, mísero de mí…!”
Pero no solo ello: ante la ausencia de Dios, la ciencia, como búsqueda alterna de sentido, también ha fracasado. El protagonista se pasea ante los restos derruidos de dos deidades: Dios y la Ciencia, y es incapaz de dotar de sentido a su existencia.
Estamos, pues, ante un mundo eminentemente nihilista.
En un universo como este, la muerte es una liberación y la aniquilación una promesa: la promesa de la purificación para iniciar un nuevo ciclo. Y aquí es donde la metáfora o el símbolo del Diluvio Universal entra a jugar plenamente.
¿Es, en definitiva, nihilista esta novela? No lo sé. Sí y no. Al recurrir al símbolo de la purificación, abre una ventana a la renovación, aunque creo que el autor eligió ser ambiguo en este aspecto.
Estoy seguro de que Guillermo Barquero es conciente de las dificultades y los riesgos que he venido enumerando, y creo también que ha querido asumirlos. “El Diluvio Universal” es, en definitiva, una novela ambiciosa, estética y literariamente hablando, y es también una novela escrita sin concesiones al lector, que exige mucho de nosotros y nos pone a prueba.
Estamos, entonces, ante una novela de riesgo, de apuesta estética. Y este es, a mis ojos, un mérito importante. Cada lector deberá hacer su balance y decidir cuántos y cuáles de estos riesgos la obra sorteó con éxito y en cuáles otros sucumbió en su intento. Pero de eso se trata la literatura y las artes: de hacer apuestas, de tomar riesgos, de explorar caminos por los que otros no habían transitado.
Guillermo Barquero lo hace en esta novela y por ello merece mi saludo y reconocimiento.