lunes, diciembre 26, 2016

LA MONTAÑA MÁGICA



La montaña mágica con frecuencia cambia de lugar, por eso es mágica. Me ha ocurrido encontrarla en marzo en Centroamérica, recubierta de vegetación resplandeciente, emplumada serpiente que se encumbra hacia el azul cielísimo, y seis meses más tarde dar con ella en el sur de Europa, vibrante roca seca donde apenas crecen líquenes suaves como el cabello de un niño.  También su altura es variable. Cuando la descubrí de chiquillo, apareció como una colina a la que caminaba las mañanas de los sábados con mis amigos; después, durante mi adolescencia, había crecido como esos volcanes que se multiplican en el curso de unos años, y subirla representaba para nosotros una prueba de independencia y valor.
Y, como en el célebre libro de cuyo título me sirvo para evocarla aquí, es mágica también por sus poderes  salutíferos.  Pero a diferencia de lo que ocurre en ese libro, no soy enviado a ella con el propósito de curarme, antes bien, voy espontáneamente y sólo cuando estoy allá descubro el malestar que me poseía. Por contraste con el bienestar que experimento, termino admitiendo mi mal.
Además de sus efectos bienhechores, reconozco la montaña mágica por su llamado. Yo la miro a la distancia, la miro, y siento, escucho, su voz, su invitación: me pide, me reta, me reclama que suba, que lo intente, que vaya…  
Desarrollé la capacidad de escuchar ese llamado durante mi infancia, mirando a lo lejos las montañas que definen la Meseta Central de mi país: ya fuera emergiendo de las sombras, acariciadas apenas por la luz matinal, o bien durante el ocaso, recortadas contra el cielo alucinante de celajes, recibía deslumbrado su mensaje. Desde el pantano de impresiones movedizas, pensamientos y emociones fugaces, la constancia inconmovible y serena de las montañas revelaba algo real. Ese es su llamado, su mensaje. Ir hasta allá equivale a romper el cascarón quebradizo de impresiones fugaces para acariciar, así sea por un instante, la fluidez de lo real.

Hasta allá, hasta eso que aquí llamo (porque no encuentro mejor manera de hacerlo) “la fluidez de lo real”, llegaba, llego, mediante la actividad física, el ritmo y la respiración, acallando las voces alocadas de mis pensamientos y enfocando poco a poco la atención en un solo haz sobre mi voluntad, el preciso  punto donde el cuerpo y la mente confluyen, se encuentran.
Caminando, respirando, concentrado en el ritmo de mis pasos y mi respiración, esforzándome al máximo pero dosificando el esfuerzo para no desfallecer, traspongo sin saber cuándo ni de qué manera el umbral y accedo por fin a la montaña mágica: viento, luz, verde pálpito y roca viva, riachuelo a veces, esplendor vibrante…  Sus puertas se abren y durante un tiempo me acoge y permanezco ahí, pálpito yo también, viento y roca viva también yo, eslabón deslumbrado de cuanto me rodea.

Y de la misma forma como llegué, sin saber muy bien cuándo ni de qué manera, en algún momento me descubro afuera y otra vez soy yo, soy solo yo en un rincón apartado del mundo, y mientras desciendo, mientras regreso a la ciudad, me acaricia a ratos el viento luminoso de la montaña mágica.