Al Valle de Mencha llegué la primera vez en medio de una
tormenta de granizo. Fue un golpe de suerte, una casualidad afortunada, lo que
me llevó hasta allá. Llevaba tiempo caminando en el crepúsculo, temblando de
miedo y de frío, impulsado por la convicción o la esperanza de que más allá de
aquél pasaje quebradizo, erizado de rocas amenazantes, tenía que existir algo
distinto, cuando escuché el rumor leve de un arroyo y por instinto decidí
seguirlo. Bueno, no fue exactamente por intuición ni por instinto: para ser
sincero, el rumor del arroyo me tranquilizó. Rápidamente descubrí que aquél el
sonido me infundía confianza. Después de horas de marcha infructuosa, en las
que a menudo me descubrí en el mismo
punto de donde había partido, me encontraba física y nerviosamente agotado, y
el sonido discreto y apenas perceptible del arroyo me tranquilizaba y prometía
algo distinto.
No me equivoqué. El arroyo discurría entre las rocas con
algo de violencia al principio, pero al seguirlo, desembocó pronto en un
vallecillo. Ahí sus aguas se remansaban y fluían pausadamente. Conforme me adentraba en el
valle, sentía el efecto bienhechor de aquel sonido. Era un murmullo reconfortante, como el
recuerdo de una caricia recibida en mi más tierna infancia.
El paisaje en torno mío también era distinto. Sin desaparecer
del todo, las afiladas piedras se espaciaban y entre ellas emergían cada vez
más árboles y arbustos de follaje brillante por la humedad. Estimé que pronto
anochecería, pero para mi sorpresa, la claridad parecía ir en aumento. No pasó
mucho antes de que constatara que también la temperatura aumentaba. Me dije
que aquello debía ser resultado de las
condiciones atmosféricas que imperaban en el vallecillo, pues la densa niebla y
la llovizna que me habían acompañado durante buena parte del trayecto habían
desaparecido, pero pronto comprobé que en lugar de precipitarse en el ocaso, el
sol apenas iniciaba su ascenso hacia el cenit.
Como mucho, serían las seis o las siete de la mañana. Así lo confirmaba el
griterío de los pájaros y la respiración luminosa de cuanto me rodeaba. Me
pareció irrazonable que hubiera caminado la noche entera en la oscuridad, sin
comer ni dormir, pero no encontré otra explicación. Mi ánimo también se había
despejado. La sensación opresiva y angustiosa que antes me dominaba había desaparecido.
Mis fuerzas también regresaron y, con ellas, la curiosidad y la ilusión por
explorar el sitio donde me hallaba. Además de ralear, aquí las rocas eran de
menor tamaño y no obstaculizaban una visión panorámica del sitio. El arroyo,
tan estrecho que solo en algunos puntos hubiera sido difícil para mí cruzarlo
de un salto, se precipitaba flanqueado por suaves colinas. Por el sonido y el
color del agua calculé que su profundidad rondaría los setenta u ochenta
centímetros.
En medio de la claridad creciente, de los verdes y los rojos
que ganaban en intensidad y esplendor, me pareció distinguir a lo lejos una
silueta humana. Sentí un golpe de alegría en mi pecho. No siempre me ocurre
esto; a menudo, cuando camino, deseo estar solo. Cedí al impulso de acercarme
y, conforme lo hacía, la silueta que divisaba se definió como la de un adulto con
dos niños a su lado. Los niños estaban sentados en el pasto, por eso no los divisé de entrada.
Ahora, más cerca, descubrí que la figura adulta era de una mujer mayor, de
unos sesenta y cinco años. Su cabello
largo y ralo de color gris pálido caía más abajo de sus hombros, la tez de su
rostro y de sus brazos lucía quebradiza y comenzaba a agrietarse. La mujer
permanecía de pie entre los dos niños sentados sobre el pasto, en una de las
márgenes del arroyo. Ellos eran inconfundiblemente hermanos, con rasgos
faciales muy parecidos, y a juzgar por su tamaño, pocos años de edad los
separaban. Cada uno sujetaba entre sus manos una rústica caña de pescar fabricada
con una vara de bambú y un delgado hilo que se sumergía dentro del agua. El
anzuelo en el que culminaban ambas era invisible; en las expresiones de los
niños reinaba la mayor expectación. La anciana solo estaba ahí, acompañándolos,
cuidándolos, algunos pasos detrás de ellos.
Me acerqué sin que los niños advirtieran mi presencia, tal era la concentración y la
excitación con la que sujetaban sus cañas de bambú, aguardando un tirón o una señal.
La mujer me recibió sin sorpresa, como si me aguardara.
- ¡Qué bueno que viniste! –me dijo casi de
inmediato. Su voz me resultó familiar, cálida e íntima, y me producía el mismo
efecto bienhechor que el sonido del arroyo, pero yo no creía conocerla–. Te
esperaba hace rato. ¿Fue difícil llegar?
De cuanto dijo, esto último era lo único que tenía sentido
para mí.
- La verdad, sí –respondí–. Sobre todo la montaña antes de llegar. Las
piedras son amenazantes.
- Lo son, es
verdad. Nunca es fácil, pero ya estás aquí. Y ahora -¡imaginate!-, podés volver
cuando querás.
Me sorprendió esto último. ¿Por qué habría yo de querer
regresar a ese valle remoto al que había llegado por azar, tras una marcha accidentada?
No obstante, sus palabras me parecieron una promesa generosa y confiable.
- ¿Cuando quiera? –me escuché preguntar.
- Así es. Yo
siempre, siempre estoy aquí.
Mientras respondía, fijé mi atención en los niños, quienes me
resultaron también inesperadamente familiares. Seguían atentos a lo que
ocurriera con sus cañas de pescar y ajenos a nuestra conversación. De pronto me
resultó maravillosa y tranquilizadora la certeza de que siempre que quisiera podría encontrar a la mujer y conversar con ella.
- Mencha. Podés
llamarme Mencha –agregó adelantándose a la pregunta que se formaba en mis
pensamientos.
El apelativo -la forma familiar de llamar a las Clemencia
entre los campesinos y las clases populares-, me resultó algo incongruente con
su figura, pues si bien su piel retostada y su pelo reseco hablaban de una vida
rústica, o al menos al aire libre, sus
maneras pausadas y algo en el tono de su voz sugerían otras raíces sociales.
- Bien sure. J´ai etudié a Paris dans un lyceé
de fiilles, –dijo en seguida,
adelantándose por segunda vez a mis pensamientos.- Mais la vie, tu sais, est trés compliqué …
Comprendí cabalmente el
sentido de sus palabras, no obstante mi
ignorancia del francés.
- Lo es –corroboré
convencido. Sabía, por experiencia, cuán difícil, impredecible, jodidamente
cabrona y maravillosamente desafiante resultaba la vida. Para mí lo era entonces
y no ha dejado de serlo; no puede ser
de otra forma, pues entonces, amigo, con seguridad has pateado el balde y no te has dado cuenta de ello o nadie ha
tenido la amabilidad de decírtelo…
- Do do, l´enfant do … -tarareó en seguida, como si tuviera alguna
relación con lo que yo venía de decir-. ¿Recordás?
Para mi asombro, la tonadilla infantil me resultó familiar.
Deseé tenderme en sus regazos y que me acariciara el cabello, pero permanecí de
pie frente a ella.
- Me resulta
familiar, sí… ¿Pero de dónde?
- Do
do, l´enfant do… -repitió sin responder a mi pregunta-. A mí me la cantaban cuando niña… Mamá, pero sobre todo mi tía Eleonora, que
había viajado jovencita a Suiza, y que a pesar de su esmerada educación, como se
decía entonces, y del empeño de mi abuelo Felipe por conseguirle un buen
partido, murió solterona y no tuvo más remedio que volcar su prodigiosa energía
maternal sobre sus sobrinos, entre ellas yo, su favorita…. ¡Imaginate, hasta canciones de cuna en
francés le habían enseñado en Suiza!
Sonreí sin
disimular mi condescendencia. Lo que la mujer me relataba me resultaba tan
lejano como si viniera de otra galaxia, y sin embargo ella, su presencia, se me
hacía cada vez más entrañable. Despertaba en mí una confianza incondicional que
jamás había experimentado y hacía innecesaria cualquier forma de suspicacia,
prevención o defensa. Era bueno -¿qué
digo? ¡Era magnífico!- sentir algo así.
Uno de los
dos niños se volteó hacia Mencha y le preguntó algo que no escuché.
- Por
supuesto, m´hijito –le respondió ella con dulzura tranquiizadora-. No se
preocupe…
Su
respuesta resultó satisfactoria para el niño, quien de inmediato volvió a
desentenderse de cuanto lo rodeaba y se
concentró en la pesca. Hizo salir el anzuelo del agua y comprobó que no tenía
carnada. La mujer le acercó un frasco de vidrio del que el niño extrajo una
hermosa lombriz de tierra que con alguna torpeza logró colocar en el anzuelo. Por
primera vez me surgió la duda de si habría peces en aquél riachuelo. Iba a
preguntárselo a ella pero me disuadió de hacerlo con una mirada simple. En ese
momento, no sé de dónde, apareció un gato que no más llegando se refregó contra la rodilla de uno de los niños, antes
de sentarse primero, y luego echarse, justo entre ambos. Parecía entender lo
que hacían y saber también que su empeño sería infructuoso, pero tuve la
impresión de que con su presencia deseaba animarlos. Mencha se sentó en la abultada raíz de uno de
los árboles junto al riachuelo; de una cesta, sacó varios bocadillos que
ofreció a los niños. Solo entonces se desentendieron de la pesca para comerlos con
entusiasmo. Luego me ofreció uno a mí.
Era un bocadillo de pan blanco con paté; después de muchas horas sin comer nada,
me supo a cielo. No había terminado de comerlo cuando ya me ofrecía otro, esta
vez de pepino y mayonesa, que me supo igualmente bueno. Se los agradecí con sincero
entusiasmo.
- Ya casi tenemos que irnos. Nos esperan en
la casa –anunció Mencha, no supe si dirigiéndose a mí o a los chiquillos. La noticia me produjo parecida desazón que a
los niños, quienes adelantaron una tímida protesta con mueca de insatisfacción.
- Pero no hemos pescado nada –aventuró uno
de ellos.
- Otro día volvemos. Tal vez haya más
suerte…
- ¡Pero, abuelita…! –intentó apoyar a su
hermano el que parecía menor.
- Mañana. Si quieren podemos volver mañana…
Los niños
reaccionaron con algarabía a la promesa; se incorporaron sin protestar más y,
con la ayuda de Mencha, arroyaron el hilo sobre sus cañas. La mujer puso una mano sobre el hombro de cada
uno de los niños y, antes de voltearse
para emprender la marcha, se dirigió de nuevo a mí:
- Ya sabe: cuando quiera. Siempre estoy
aquí.
Y sonrió. Sonríe.
Continúa sonriendo…