Tengo la sensación de haber caído infinidad de veces. Tengo la sensación de que mientras caigo, floto. Algo de mí queda en suspenso mientras estoy cayendo. Algo me mira caer mientras reacciono. Se solaza. Se desprende de mi caída. Cuando caigo, soy una sábana sacudida por el sol. Me inflo. Vibro. Me desdoblo y me suspendo. (Me maravilla la lentitud de las caídas en el recuerdo, pero me aterra su virulencia y rapidez en la realidad. El contraste entre ambas cosas me desconcierta.)
Caer es una acción manchada por la duda y por la vergüenza. Uno nunca sabe a dónde va ir a parar (¿a lo más bajo? ¿Al fondo?) Cuando caigo, contengo el aliento, dejo de respirar. ¿Será por eso que todo permanece en suspenso? El mundo se desploma cuando caigo. Nada está en su sitio y todo puede suceder. Por eso, más allá de los raspones y de las magulladuras, cada caída es una conmoción de la que me toma tiempo reponerme.
¿Qué perdemos durante una caída? Cuando caigo pierdo la compostura, pierdo la verticalidad. Y maldigo mientras me hundo en el abismo, porque vuelvo a ser un animal indefenso, anterior a mi nombre y a todo lo que me ata y me da solidez. Cuando caigo, soy menos que un niño, menos que una piedra. Vuelvo a la temida nada, donde soy del vacío. Por ello, más difícil que caer uno mismo, es ver caer a un ser querido.