viernes, octubre 21, 2005

Apuntes de viaje

Parte del trabajo literario consiste en hurgar en la basura: levantar las alfombras y ver qué hay escondido ahí. En Costa Rica, ante la ausencia histórica o la debilidad de otros mecanismos de dominación, se ha desarrollado una presión asfixiante hacia el consenso. La pieza medular del discurso de la dominación son los mitos de la igualdad y de la paz; en la medida en que los escritores ponemos en entredicho estos “mitos”, somos sancionados con el ostracismo y el aislamiento...

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En Costa Rica, a los únicos escritores a los que se concede alguna importancia, es a los muertos, porque esos no incomodan a nadie.

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Ángeles
de la belleza
me visitan
en sueños

Cantan a coro
poemas de García Lorca
que me conmueven
hasta el llanto

Despierto
tocado por la gracia
en llamas

gimiendo

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A propósito de este sueño:

A falta de la belleza, el artilugio y el ingenio que dominan la mayoría de las obras de arte que vemos, son un buen sucedáneo, pero la belleza es simple, alegre, franca, directa, inefable... Expresa no la vida, sino la experiencia de la vida, traducida o condensada en sentimientos y emociones. Por eso la belleza puede ser triste o alegre, dolorosa o ligera... Comunicar la belleza exige de nosotros elaborar la experiencia vital hasta condensarla y expresarla en formas insufladas de emoción...

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¡Alguna gente se comporta como si el tamaño (o la historia) de su país, los hiciera más grandes a ellos!

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En la plaza de Chueca, Madrid.

Son las 7 de la tarde de un viernes de octubre. Oscurece despacio y las gentes regresan a sus casas en medio de una alegre agitación. Los niños juegan, y los perros. Vinos y cervezas, vendedores ambulantes, ladronzuelos y mendigo van y vienen como si no existiera yo. Y sin embargo hago parte de la escena: el que lo mira todo con tristeza apacible y dialoga en silencio con su corazón...

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La tristeza
huele a tierra
sabe a musgo

Me acaricia
con sus besos
roncos besos

En sus manos
soy sereno

Me disuelvo.

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El “reloj astronómico” de la Catedral de Lyon: un fabuloso ingenio que data de mediados del siglo XIV, aparece mencionado por primera vez en un documento de 1380. Además de señalar las horas y los minutos, informa también del día y del año, de la posición del sol en relación con las constelaciones, del santo al cual está consagrado cada día... Dos o tres veces cada jornada, en lo más alto del mecanismo –que se alza en forma de una torreta hasta los 5 metros de altura-, se pone en marcha una suerte de “teatrino” en el que se escenifica el Día del Juicio, con música y redoble de tambores incluidos... Toda una escenificación del Cosmos cristiano.

En el reloj, la cuenta de los años concluye en el 2018. Lo increíble, lo fascinante, es que quienes lo concibieron y construyeron en 1350 pudieran proyectarse hasta nuestros días, con la convicción de que ese mundo –el mundo de las catedrales, el mundo de la cristiandad–, continuaría entonces vigente y en pie, y que los símbolos y referencias que ellos concretaron ahí, serían comprensibles para nosotros, como, en efecto, lo son...

Cuando pienso que el reloj data de una fecha que antecede en más de un siglo a la llegada de los europeos a América, inevitablemente pienso que, por esas mismas fechas, en los grandes centros de población de nuestro continente, debía haber artesanos, poetas, escultores, creando sus obras con la misma convicción, con la misma seguridad de que mil años después, lo que ellos hacían sería apreciado y comprendido... Y sin embargo, ¡qué destino tan diferente corrieron sus creaciones! Hoy las miramos con la fascinación y extrañeza con que contemplamos, desde una orilla, la distante orilla opuesta de un abismo...

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En Madrid, a finales de octubre, mi primer encuentro con Ernst Jünger. En una librería, tomo el primer volumen de sus diarios y lo abro al azar, y desde las primeras frases me cautiva la elegancia y transparencia de su prosa, la serenidad y desapego de su inteligencia. De entrada siento que es uno de esos libros que “fueron escritos para uno”.

Luego, tan pronto inicio su lectura, ese sentimiento encuentra una constante confirmación. Y es –extrañamente-, como si mi interés infantil por la Segunda Guerra Mundial encontrase aquí una nueva justificación, una nueva razón...

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Dos detalles de mi última visita al Prado:

1) En el "Perro semihundido" de Goya, he creído descubrir una sombra, una mancha de color apenas perceptible, quizás en verdad inexistente, a la que el perro, en su desesperación, implora sin palabras ante la inminencia de su muerte. ¡Qué terrible metáfora de nuestra propia condición!

2) En el nuevo (?) montaje del Museo, se hace visible el anverso del retablo El Jardín de las Delicias, del Bosco. ¿Y qué está pintado ahí? Un huevo cósmico. La pura potencialidad del ser. A partir de ello, nos es dable imaginar la siguiente escena: el retablo cerrado, mostrando el huevo gris y opaco. En el silencio de la capilla a la que estaba originalmente destinado el retablo, estallaría en nuestra mirada, al abrirlo, el mundo fulgurante del Bosco, el tríptico con su Edén, su mundo de corrupción y pecado y su Juicio Final... La versión cristiana del Big-Ban.

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El asunto de fondo en las naturalezas muertas, no es la materia ni la forma, sino el tiempo.