Una de las singularidades de América Latina –quizás la que en definitiva determina nuestros atavismos, éxitos y fracasos–, es que a diferencia de Europa y Estados Unidos, pero también a diferencia de Asia y África, la primera tarea que debió imponerse el Estado Nación aquí, fue la de inventar un pueblo.
En Europa el surgimiento Estado Nación fue resultado, producto o consecuencia de la existencia de pueblos históricos. No quiero decir con ello que el proceso no conllevase violencias, arbitrariedades e imposiciones de todo tipo, pero la institucionalidad del Estado Nación “surgió” ahí donde existían pueblos con siglos de antigüedad y convivencia. En los casos de África y de Asia el asunto es muy distinto, pues si bien el Estado fue impuesto como producto de la ocupación colonial europea, también preexistían ahí pueblos históricos, que luego de la descolonización han tratado con distinto éxito de “apropiarse” de la institucionalidad del Estado Nacional adaptándola a sus características y particularidades.
Pero en América Latina la situación es muy otra.
Durante la prolongada ocupación colonial, la pueblos históricos fueron, casi en todas partes, aniquilados, desmembrados o, en el mejor de las casos, confinados a una suerte de exilio en los sitios más remotos de la geografía. Lejos de imponerse como un corsé o como una máscara a los pueblos históricos, la ocupación colonial destruyó aquí casi por completo a los pueblos y comunidades que existían, erigiéndose sobre sus ruinas el edificio colonial.
La independencia de España tuvo una clara inspiración ideológica en las ideas de la Ilustración, y las élites latinoamericanas encontraron de lo más natural organizar los territorios recién emancipados bajo el modelo republicano (o federal, da lo mismo) del Estado Nación.
Pero lejos de existir pueblos que pudieran identificarse de alguna forma con la naciente institucionalidad o apropiarse de ella, convivían aquí los sobrevivientes de innumerables violencias: la violencia de la destrucción de los pueblos nativos, la violencia del comercio de esclavos africanos, así como muchos sobrevivientes de la violencia en las metrópolis coloniales: “segundones” víctimas de las leyes del mayorazgo, descendientes de judíos y de árabes, campesinos pobres emigrados, etc. Más grave aún, estas poblaciones habían convivido durante el coloniaje bajo un modelo de organización social rígidamente jerarquizado y de inspiración racista.
No había, pues, un pueblo en América Latina que pudiera identificarse y hacer suyo el proyecto del Estado Nación. Por ello una de las primeras y más urgentes tareas que asumieron las nacientes naciones, fue precisamente la de “inventar un pueblo”. De aquí surgió la ideología del mestizaje, a la postre insuficiente por estar sustentada en una premisa puramente “racial” que negaba de la diversidad que, en este campo, existía y existe aún hoy en estas naciones. De ahí que, para crear símbolos, mitos, “identidad”, los Estados hubieran de recurrir al “rescate” e idealización del pasado, ya del pasado prehispánico –en aquellas naciones asentadas sobre los despojos de los grandes imperios–, o bien de algunos aspectos puntuales de su pasado –mediante el folclore y la literatura, etc–, o en algunos casos –como el de Costa Rica– en la idealización de su pasado colonial.
En las últimas décadas diversos ensayistas e historiadores han centrado su atención en la forma como en América latina los Estados Nacionales produjeron, progresivamente, los símbolos, mitos, íconos y, en fin, toda la “parafernalia” propia que los justificase y legitimase como tales, pero tal vez no se haya subrayado suficiente ese otro aspecto del asunto: aunque sustentado en una idea sumamente abstracta como la de “ciudadanía”, el proyecto del Estado Nación presupone de alguna forma la existencia de “pueblos”, es decir, de comunidades históricas que le den sustento. Aquí habrá quien proteste argumentando que en ninguna de las fuentes en las que se inspira y de donde se nutre la idea del Estado Nación puede hallarse tal cosa, a lo que bien puede replicarse con la lacónica observación de Borges, cuando afirma que la prueba más evidente de que Las Mil y Una noches es un libro del oriente, es que ni una sola vez se encuentra ahí la palabra “camello”...
Quizás la demostración más contundente de que en su concepción original el proyecto del Estado Nación presuponía la existencia de comunidades o pueblos históricos, radica en el hecho de que en ningún momento se abordó en ella el asunto de la diversidad cultural. Esto, desde luego, desde el punto de vista ideológico, pues en el plano puramente político, fáctico, sabemos de sobra que los Estados europeos hubieron de imponerse, como lo hacen aún el día de hoy, sometiendo y silenciando a numerosas comunidades históricas.
Al carecer desde su fundación de este punto de partida o de sustentación, no es sorprendente que los Estados latinoamericanos hayan sido históricamente percibidos por la población (y lo sean hasta el día de hoy) como un aparataje ajeno y distante, heredero del edificio administrativo del período colonial erigido para consumar el saqueo y la expoliación. Eso explica también por qué la corrupción y el despojo de la cosa pública alcanzan aquí los niveles por todos conocidos. “El ogro filantrópico”, como caracterizara Octavio Paz al Estado moderno, nunca ha podido afincarse por completo en América Latina, pues para hacerlo requiere no solo de alimentos y de sacrificios en su honor (que de eso ha tenido en abundancia), sino también de mimos, cariños y arrumacos, y eso es lo aquí jamás ha tenido.
Mayo, 2006
En Europa el surgimiento Estado Nación fue resultado, producto o consecuencia de la existencia de pueblos históricos. No quiero decir con ello que el proceso no conllevase violencias, arbitrariedades e imposiciones de todo tipo, pero la institucionalidad del Estado Nación “surgió” ahí donde existían pueblos con siglos de antigüedad y convivencia. En los casos de África y de Asia el asunto es muy distinto, pues si bien el Estado fue impuesto como producto de la ocupación colonial europea, también preexistían ahí pueblos históricos, que luego de la descolonización han tratado con distinto éxito de “apropiarse” de la institucionalidad del Estado Nacional adaptándola a sus características y particularidades.
Pero en América Latina la situación es muy otra.
Durante la prolongada ocupación colonial, la pueblos históricos fueron, casi en todas partes, aniquilados, desmembrados o, en el mejor de las casos, confinados a una suerte de exilio en los sitios más remotos de la geografía. Lejos de imponerse como un corsé o como una máscara a los pueblos históricos, la ocupación colonial destruyó aquí casi por completo a los pueblos y comunidades que existían, erigiéndose sobre sus ruinas el edificio colonial.
La independencia de España tuvo una clara inspiración ideológica en las ideas de la Ilustración, y las élites latinoamericanas encontraron de lo más natural organizar los territorios recién emancipados bajo el modelo republicano (o federal, da lo mismo) del Estado Nación.
Pero lejos de existir pueblos que pudieran identificarse de alguna forma con la naciente institucionalidad o apropiarse de ella, convivían aquí los sobrevivientes de innumerables violencias: la violencia de la destrucción de los pueblos nativos, la violencia del comercio de esclavos africanos, así como muchos sobrevivientes de la violencia en las metrópolis coloniales: “segundones” víctimas de las leyes del mayorazgo, descendientes de judíos y de árabes, campesinos pobres emigrados, etc. Más grave aún, estas poblaciones habían convivido durante el coloniaje bajo un modelo de organización social rígidamente jerarquizado y de inspiración racista.
No había, pues, un pueblo en América Latina que pudiera identificarse y hacer suyo el proyecto del Estado Nación. Por ello una de las primeras y más urgentes tareas que asumieron las nacientes naciones, fue precisamente la de “inventar un pueblo”. De aquí surgió la ideología del mestizaje, a la postre insuficiente por estar sustentada en una premisa puramente “racial” que negaba de la diversidad que, en este campo, existía y existe aún hoy en estas naciones. De ahí que, para crear símbolos, mitos, “identidad”, los Estados hubieran de recurrir al “rescate” e idealización del pasado, ya del pasado prehispánico –en aquellas naciones asentadas sobre los despojos de los grandes imperios–, o bien de algunos aspectos puntuales de su pasado –mediante el folclore y la literatura, etc–, o en algunos casos –como el de Costa Rica– en la idealización de su pasado colonial.
En las últimas décadas diversos ensayistas e historiadores han centrado su atención en la forma como en América latina los Estados Nacionales produjeron, progresivamente, los símbolos, mitos, íconos y, en fin, toda la “parafernalia” propia que los justificase y legitimase como tales, pero tal vez no se haya subrayado suficiente ese otro aspecto del asunto: aunque sustentado en una idea sumamente abstracta como la de “ciudadanía”, el proyecto del Estado Nación presupone de alguna forma la existencia de “pueblos”, es decir, de comunidades históricas que le den sustento. Aquí habrá quien proteste argumentando que en ninguna de las fuentes en las que se inspira y de donde se nutre la idea del Estado Nación puede hallarse tal cosa, a lo que bien puede replicarse con la lacónica observación de Borges, cuando afirma que la prueba más evidente de que Las Mil y Una noches es un libro del oriente, es que ni una sola vez se encuentra ahí la palabra “camello”...
Quizás la demostración más contundente de que en su concepción original el proyecto del Estado Nación presuponía la existencia de comunidades o pueblos históricos, radica en el hecho de que en ningún momento se abordó en ella el asunto de la diversidad cultural. Esto, desde luego, desde el punto de vista ideológico, pues en el plano puramente político, fáctico, sabemos de sobra que los Estados europeos hubieron de imponerse, como lo hacen aún el día de hoy, sometiendo y silenciando a numerosas comunidades históricas.
Al carecer desde su fundación de este punto de partida o de sustentación, no es sorprendente que los Estados latinoamericanos hayan sido históricamente percibidos por la población (y lo sean hasta el día de hoy) como un aparataje ajeno y distante, heredero del edificio administrativo del período colonial erigido para consumar el saqueo y la expoliación. Eso explica también por qué la corrupción y el despojo de la cosa pública alcanzan aquí los niveles por todos conocidos. “El ogro filantrópico”, como caracterizara Octavio Paz al Estado moderno, nunca ha podido afincarse por completo en América Latina, pues para hacerlo requiere no solo de alimentos y de sacrificios en su honor (que de eso ha tenido en abundancia), sino también de mimos, cariños y arrumacos, y eso es lo aquí jamás ha tenido.
Mayo, 2006