A diferencia
de otros países de América y el mundo, donde los hombres y mujeres de letras
tienen un papel relevante en la escena cultural y en el debate político, esto
no ocurre en Costa Rica. A menudo nos preguntamos por qué.
Salvo en dos
breves momentos de nuestra historia -la formación de la república liberal y la
formación de la “segunda república”- las relaciones entre el poder político y
simbólico y los hombres y mujeres de letras han estado signadas por la
desconfianza, la indiferencia y la hostilidad.
En tales
momentos de “fundación” de instituciones, algunos escritores y escritoras se
convirtieron en “intelectuales
orgánicos” de los movimientos políticos emergentes, como es el caso de Ricardo Fernández Guardia, Magón y Aquileo
Echeverría, vinculados de diferentes formas a la institucionalidad liberal de
fines del siglo XIX, o como Alberto Cañas, Samuel Rovinsky y Carmen Naranjo,
vinculados orgánicamente a la institucionalidad socialdemócrata emergente a
mediados del siglo pasado.
Desde luego, en el devenir de
nuestra historia otros hombres y mujeres de letras asumieron actitudes
críticas, escépticas o distantes del poder
y la institucionalidad, como es el caso de Joaquín García Monge, Carmen
Lyra, Max Jiménez y Yolanda Oreamuno, entre otros acérrimos críticos del
régimen liberal, o como aquellos escritores vinculados al Partido Comunista
en el trance de la Guerra Civil del 48
(CALUFA, Fabián Dobles, Adolfo Herrera García, Joaquín Gutiérrez), y muchos otros
que irrumpieron en la escena literaria durante el período propiamente
socialdemócrata de nuestra historia (hasta los años 80), como José León
Sánchez, Alfonso Chase, Virginia Grütter, Jorge Debravo, etcétera. Desde luego,
muchos más se mantuvieron indiferentes hacia el acontecer político nacional o
asumieron posiciones ambivalentes, acercándose y alejándose de las instancias
de poder político y cultural según el momento o sus intereses personales, y naturalmente la misma
tónica se mantiene hasta el día de hoy.
Consenso, literatura e
identidad nacional
Por razones históricas, sociales
y políticas que no vienen al caso aquí,
el consenso tiene en Costa Rica un papel determinante para la
preservación del orden social y, por ello mismo, la tolerancia al disenso es
notoriamente baja. Esto se refleja en la escasa polémica y debate públicos y en
la existencia secular de “instituciones” culturales como la “serruchada de
piso”, como la bautizara Yolanda Oreamuno. El ostracismo conmovedor en el que
vivió en Costa Rica Joaquín García Monge es otro ejemplo de ello.
La presión hacia el consenso -casi
una “tiranía del consenso”, como la llamé en mi juventud- es pues una nota
sobresaliente del régimen de convivencia en nuestro país.
Esta, a mi entender, es la
explicación fundamental de la invisibilidad de los hombres y mujeres de letras
en la escena cultural y política del país. En cualquier caso, el disenso es
mejor tolerado en manifestaciones culturales como las artes plásticas, la danza o la música -cuyo potencial crítico
requiere de mayores elementos para ser interpretado-, que en la literatura,
cuyo lenguaje, tejido con conceptos y palabras, resulta por naturaleza más
explícito, menos ambiguo.
Sin embargo, por las mismas
razones que el potencial crítico de la literatura resulta amenazador para un régimen de convivencia basado
en el consenso, sus posibilidades de convocatoria y de suscitar adhesión
resultan también más asequibles que las de otras manifestaciones
artístico-culturales.
Ejemplo de lo anterior es la
re-lectura que de las obras de Dobles,
Gutiérrez y Fallas realizó la intelectualidad socialdemócrata para ilustrar la
tesis de la “democracia rural” como sustrato de la nación costarricense, tal y
como lo muestra Carlos Cortés en su novela-ensayo “La gran novela perdida”.
Veneno disolvente y néctar
embriagador, la palabra es peligrosa y al mismo tiempo indispensable para crear
y socializar imágenes, ideas y sentimientos acerca de quiénes somos, de lo que
somos, hemos sido y queremos ser.
En el contexto de la
globalización de los mercados y la mundialización de las comunicaciones
instantáneas, con el consecuente debilitamiento de lo nacional en los planos
simbólico y político, la palabra -las palabras-, las imágenes y los relatos
creados por las mujeres y los hombres de letras, adquieren mayor importancia.
Para existir en el terreno político, las naciones requieren de un correlato en
el plano de la representación simbólica. Careciendo de él, la adhesión y el
sentido de pertenencia de los habitantes de una comunidad se debilitan de
manera inexorable, poniendo en
entredicho la viabilidad política de la nación.
Así las cosas, las élites
políticas y los hombres y mujeres de letras de este país, deberían replantear sus relaciones. Para ello, aquellas
deben renunciar a su temor e intolerancia atávicas al disenso, asumiendo que la
palabra crítica y discrepante es un componente indispensable para la
construcción de una nueva representación de lo nacional. Se acabaron los
tiempos en que la nación se administraba como una finquita patrimonio de unos
pocos. Unos y otros debemos perder el miedo a disentir y a expresarlo,
apostando porque los lazos de convivencia forjados en el curso de dos siglos de
vida independiente, serán más fuertes que cualquier diferencia. Pues ventiladas
en el debate público, las diferencias pueden llegar a unirnos más que a
separarnos.