Durante las últimas
semanas, cada persona a la que comenté que estaba leyendo “Suite
Francesa” y conocía el libro, manifestó de inmediato su
entusiasmo por la novela. Imagino que quienes no la hayan leído,
probablemente habrán leído o escuchado comentarios similares. ¿Para
qué escribir sobre un libro acerca de cuya excelencia todo el mundo
está de acuerdo? Máxime cuando –como en este caso- Iréne
Némirovsky era, hasta hace poco tiempo, una autora poco conocida
(aunque, como nos refiere el prólogo de la edición española, en
los años treinta del siglo pasado gozara de cierta celebridad en
Francia), y está por tanto a salvo de la maldición que pesa sobre
otros libros y autores, sobre cuyos méritos resulta imposible
disentir sin exponerse al escarnio (Proust, Joyce, Borges, etc...)
Es verdad que, en algunos
casos, los comentarios de mis interlocutores se dirigieron casi de
inmediato a la trágica circunstancia vital de la autora y a la
historia fascinante del manuscrito de la novela, antes que a la obra
propiamente dicha. Sin duda ambos extremos son apasionantes, pero
nada dicen acerca de la calidad de la novela ni del hechizo que
produce en sus lectores.
Me gustaría, por ello,
compartir algunas razones de mi fascinación con esta lectura.
Las dos partes de “Suite
Francesa”que Iréne Némirovsky alcanzó a escribir antes de ser
enviada a Auschwitz, relatan la forma como la población civil de
París vivió la invasión alemana en 1940 y, un año después, la
tensa convivencia entre el ejército de ocupación y la población
civil en una pequeña aldea de la Francia profunda. La primera parte
es coral o quizás mejor dicho panorámica, y la autora nos muestra
las reacciones de una veintena de personajes de diferentes estratos
sociales de la sociedad francesa, en un gran fresco que por momentos
alcanza tonos bíblicos (La autora misma parece consciente de ello y,
no sin ironía, se refiere a estos episodios como el “éxodo”).
La segunda parte es notablemente más íntima y la mirada de la
autora se centra en un número más reducido de personajes, de la
mayoría de los cuales habíamos tenido noticia en la primera parte
del libro.
Aunque desde luego
existen, no había leído otra novela que abordara estos episodios,
pero en cambio estoy seguro de que ninguna lo hace en el tono y desde
la perspectiva que esta. A salvo de cualquier exaltación
nacionalista en virtud de su condición de exiliada rusa y de judía,
la autora concentra toda su atención y su talento en auscultar las
emociones y la condición moral de sus personajes. En una de las
notas en que reflexiona sobre esta obra inconclusa (incorporadas
convenientemente como apéndice en la edición española), Némirovsky
escribe: “¡Dios mío! ¿Qué me hace este país? Ya que me
rechaza, considerémoslo fríamente, observémoslo mientras pierde el
honor y la vida.” Y eso es precisamente lo que hace. No hay -o al
menos no percibo- revanchismo ni afán vindicativo contra ese país
que por un lado había acogido a la autora y por el otro se disponía
a condenarla -la autora escribe cuando la política de colaboración
de la Francia de Vichy ya se cebaba contra los judíos-, sino más
bien una lúcida frialdad para examinar y juzgar los sentimientos y
las diversas reacciones de la sociedad francesa ante la derrota
militar y la humillante ocupación. “De grado o de fuerza, no
había más remedio que seguir la política del gobierno. Y además,
¡qué caramba!, aquellos oficiales alemanes eran gente educada. Lo
que une o separa a los seres humanos no es el idioma, las leyes, las
costumbres ni los principios, sino la manera de coger el cuchillo y
el tenedor.” (p. 361)
Es verdad que, lejos de
ofrecernos la imagen de una resistencia vibrante y heroica, como sin
duda hubiesen preferido muchos lectores franceses, la impresión de
conjunto que nos transmite la obra es la de una sociedad rígidamente
estratificada, atravesada por tensiones profundas más allá de la
circunstancia de la invasión extranjera. Los mitos de la unidad y la
solidaridad nacional caen pulverizados y sin duda ahí radica parte su atractivo y de su actualidad.
La narración se torna
especialmente brillante cuando se trata de transmitir las complejas
negociaciones -a veces intrapsíquicas y a veces interpersonales- que
realizan los personajes para reivindicar sus pequeñas o grandes
diferencias, es decir, su posición en el espectro de la sociedad
francesa. “La mezquindad del piscolabis no sorprendería a la
señora Perrin, antes bien, vería en ella una nueva prueba de la
prosperidad de los Angellier -porque a mayor riqueza, mayor
tacañería-, y reconocería su propia preocupación por el ahorro y
esa tendencia al ascetismo que es consustancial a la burguesía
francesa y da a sus inconfesables placeres secretos una amargura
tonificante.” (p. 334)
Podría decirse que, como
quería Foucult, en la novela palpamos el poder que atraviesa y
circula por todos los estratos de la sociedad francesa, con la
particularidad de que en las circunstancias excepcionales de la
ocupación, incluso los más poderosos se ven sometidos al poder de
la fuerza militar extranjera. “Cuando hablaba en alemán -sobre
todo en aquel tono de mando-, su voz adquiría una sonoridad vibrante
y metálica que producía a los oídos de Lucile un placer similar a
un beso dado con rabia y acabado en mordisco.” (p. 340)
El humor, la ironía, el
asombro y la compasión son algunas de las lentes de las que la
autora se sirve para asomarse al mundo de sus personajes, y bien
considerado, lo que revelan estas páginas es mucho más profundo que
las reacciones francesas ante la derrota y la ocupación, pues el
pánico, la vergüenza, la confusión, el orgullo herido, la
decepción y la mezquindad, el altruismo y la fatuidad, entre muchas
otras, son reacciones esencialmente humanas y todos nos reconocemos
en ellas. Observadora igualmente delicada y sensible del entorno
natural -paisaje, cielo, nubes, viento, árboles, flores, luna,
estrellas- y del social, no le interesa y no entra en ningún tipo de
consideración de orden histórico, ideológico ni político.
Sin duda “Suite
Francesa” debe mucho a la gran novela del siglo XIX -su mirada
totalizadora, su afán de conjugar en un mismo relato el gran plano
social y el primer plano íntimo, y ante todo, su respetuoso apego al
paradigma realista, más acá de cualquier experimentalismo. En esta
oportunidad, me hago eco del refrán anglosajón: “si no está
descompuesto, para qué vas a arreglarlo?”
Desde ya, Iréne
Némirovsky se suma a mi panteón de diosas tutelares, al lado de
Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar, Clarice Linspéctor, María
Zambrano, Simone Weil... Y, una vez más, confirmo que el pasado fue
el siglo en que las mujeres irrumpieron a la historia, trayendo
consigo visiones, percepciones, pesadillas y anhelos postergados y
silenciados durante siglos.