lunes, febrero 28, 2011

DE "LOLITA" (Ejercicio de traducción)

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Annabel tenía, como quien esto escribe, orígenes diversos: en su caso mitad inglesa, mitad holandesa. Hoy recuerdo sus rasgos mucho menos claramente que hace algunos años, antes de conocer a Lolita. Existen dos tipos de memoria visual: una en la que uno hábilmente recrea una imagen en el laboratorio de su mente, con los ojos abiertos (y ahí veo a Annabel en términos generales como estos: “piel color miel”, “brazos delgados”, “pelo castaño rizado”, “largos latigazos”, “gran boca lustrosa”), y otra en la que uno repentinamente evoca, con los ojos cerrados, en el oscuro interior de sus párpados, el objetivo, la réplica perfecta de un rostro amado, un pequeño fantasma a todo color (y así es como veo a Lolita.)
Permítanme entonces, primero que nada, describirles a Annabel, diciendo que era una adorable chiquilla algunos meses menor que yo. Sus padres eran viejos amigos de mi tía y tan enfermizos como ella. Habían alquilado una villa no lejos del Hotel Mirana. Calvo-castaño el Sr. Leigh y gorda y granulada la Sra. Leigh (nombre de soltera: Vanessa van Ness). ¡Cuánto los destestaba! Al inicio, Annabel y yo abordamos temas periféricos. Ella alzaba puñados de finísima arena que dejaba escurrir entre sus dedos. Nuestros cerebros estaban dirigidos como los de cualquier preadolescente inteligente de nuestra época y condición en Europa, y me pregunto cuánto de mérito personal cabe atribuir a nuestro interés por la pluralidad de mundos deshabitados, el tenis competitivo, el infinito, el solipsismo y otras cosas parecidas. La fragilidad y dulzura de los cachorros de cualquier especie nos causaba a ambos el mismo dolor intenso. Quería ser enfermera en algún país asiático devastado por la hambruna, yo deseaba convertirme en un espía famoso.
De pronto estábamos torpe, loca, desvergonzada, agonizantemente enamorados; desesperanzadamente también, debo decir, puesto que aquél frenético deseo de posesión mutua solo podría ser apaciguado empapándonos y asimilando cada partícula del alma y la carne del otro; pero henos ahí, sin posibilidad alguna de salir y noviar como hasta dos chiquillos de barriada hubieran podido hacer sin contratiempos. Luego de una tentativa loca nos encontramos una noche en su jardín (del cual diré más adelante); la única privacidad que nos permitían era no ser escuchados pero jamás quedábamos fuera de la vista en la parte más concurrida de la playa. Ahí, en la suavidad de la arena, alejados algunos metros de los adultos, nos explayábamos toda la mañana en el paroxismo inmóvil del deseo, y aprovechábamos cada bendito resquicio en el tiempo y el espacio para tocarnos: su mano, medio oculta bajo la arena, se escabullía hacia mí, sus delgados dedos castaños como sonámbulos más y más cerca cada vez; luego su rodilla opalescente iniciaba un largo y cauteloso viaje; a veces una barrera interpuesta por chicos menores nos brindaba suficiente refugio para mordisquear los labios salinos del otro; estos contactos incompletos condujeron nuestros inexpertos, jóvenes y saludables cuerpos a tal estado de exasperación que ni siquiera el agua fría y azul, bajo la cual todavía nos atenazábamos, nos brindaba sosiego.
Entre los tesoros que extravié en los vagabundeos de mi edad adulta, había una instantánea tomada por mi tía en la que aparecían Annabel, sus padres y el aburrido, torpe, envejecido cortejante de mi tía, un tal Dr. Cooper, reunidos alrededor de una mesa en la terraza de un café. Annabel no salió bien, sorprendida en el instante de doblarse sobre su chocolat glacé , y sus delgados hombros desnudos y la línea de su cabello es todo lo que la identificaba (tal y como recuerdo la fotografía) en medio de la veladura del sol dentro de la cual su perdida belleza se desvanecía; y yo, sentado algo aparte del resto, aparecía con una especie de escandaloso dramatismo; un irritable muchachito de cejas prominentes en camiseta deportiva oscura y bien tallados pantalones claros por la rodilla, sentado de perfil, con las piernas cruzadas y la mirada perdida. La fotografía fue tomada el último día de nuestro fatídico verano, apenas algunos minutos antes de nuestro segundo y último intento de remontar el destino. Bajo los más inverosímiles pretextos (era nuestra última oportunidad y ya nada importaba) nos escabullimos del café hacia la playa hasta una solitaria lengua de arena, y ahí, bajo la sombra violácea de unas rocas que formaban una especie de cueva, tuvimos una sesión de ávidas caricias, teniendo por único testigo los anteojos de sol abandonados por alguno de nosotros. Ya de rodillas, justo en el momento de tomar a mi amada, dos bañistas barbados -el viejo del mar y su hermano- emergieron de las olas profieriendo vulgares expresiones de apoyo, y cuatro meses después ella moriría de tifus en Corfú.