jueves, enero 02, 2025

LA LUCIDEZ DEL DIFUNTO



 A propósito de Memorias póstumas de Brás Cubas, de JoaquIm Machado de Assis

 

En el capítulo CXXIX de esta asombrosa novela, el protagonista quien como queda dicho desde el título, escribe póstumamente sus memorias‒ anota: “Si tuviese los aparatos adecuados, incluiría en este libro una página de química, porque descompondría el remordimiento hasta sus más simples elementos” (p. 243). Empiezo mi comentario con esta cita, pues con pocas frases el autor revela aquí una de las claves que he seguido durante la lectura del libro, a saber, lo que suele denominarse “análisis de los sentimientos” o “análisis de las pasiones” humanas.  

La idea de que las obras literarias en general ‒y las narrativas en particular‒ pudieran constituirse en un laboratorio para el análisis de las pasiones humanas no era nueva en 1881, cuando Joaquim Machado de Assis publica su obra. Medio siglo antes, en 1830, Stendhal había publicado su deslumbrante Rojo y Negro, y Flaubert en 1856 su Madame Bovary, para mencionar solo dos de las más extraordinarias novelas de este tipo. Con ellas nacen a la vida y a la conciencia moderna caracteres inolvidables como lo son Julien Sorel y Emma Bovary, en quienes la complejidad y profundidad de los personajes novelescos conoce nuevas cotas. En Rusia, Dostoyeveski creaba por esos mismos años una fabulosa galería de personajes literarios atormentados, complejos y apasionados como el alma rusa, diría él.

Sin embargo, como tendremos ocasión de ver, la novela de Machado de Assis está a años luz de las convenciones narrativas del paradigma realista, entonces reinante en Europa y en la mayor parte del mundo letrado. Para empezar, a diferencia de cualquier otra obra de entonces o posterior que haya leído, en esta el protagonista/narrador/autor goza de una ventaja considerable, que es la de haber abandonado ya el mundo de los vivos.  

De esta forma, escribiendo desde el otro lado de la muerte, Brás Cubas se ha despojado de las ataduras y los convencionalismos sociales, incluyendo su vanidad y sus prejuicios. “Yo era, en ese tiempo, un fiel compendio de trivialidad y presunción. (…) Tal vez asombre al lector la franqueza con que expongo y realzo mi mediocridad; advierta que la franqueza es la primera virtud de un difunto” (p.95).

Desde ahí, desde ese otro lado de la muerte, Cubas va relatando su historia, que es la de un privilegiado bribón, la de un conformista impenitente, la de un comedido mediocre, pero nada de esto en demasía, apenas lo necesario para que cualquiera pueda reconocerse en ella.

Como corresponde al género de las memorias, Brás refiere en las suyas lo relativo a sus antecedentes familiares, a su niñez, a su juventud, a su madurez… y a su agonía y muerte, pero el núcleo del relato lo ocupa su larga relación pasional con Virgília, una mujer a quien conoce en su juventud y a quien reencuentra años más tarde, ya casada. Los sobresaltos y vaivenes de esta relación de infidelidad conyugal constituyen, pues, el meollo de la obra.

Disimulo y ocultación

Desde la insólita perspectiva de difunto desde donde escribe, Brás Cubas accede a un panorama único sobre la vida humana, y así los lectores descubrimos poco a poco que su interés trasciende el relatar las circunstancias de su vida o retratar los caracteres de aquellos con quienes se relacionó: su verdadero cometido apunta más bien a revelar aquello que tienen en común las relaciones humanas, independientemente de las características de quienes participan de ellas.

Mientras avanzamos en la lectura, va tomando forma ante nuestros ojos la inquietante imagen de una permanente mascarada, de una incesante farsa donde la ocultación y el disimulo son la nota dominante, la característica fundamental.  “En la vida, el qué dirán, la mirada de los otros, el contraste de los intereses, la lucha de las codicias nos obligan a esconder los trapos sucios, a disimular sus desgarrones y descosidos, a no confiar al mundo las revelaciones que se hacen a la conciencia: y lo mejor de esa obligación se produce cuando, a base de engañar a los demás acaba uno por engañarse a sí mismo, porque en tal caso se ahorra la vergüenza, que es una sensación penosa, y la hipocresía, que es un vicio hediondo” (p. 95). Transcribo este pasaje, algo extenso, porque no tiene desperdicio y lo bueno debe compartirse. 

Este doblez inherente a las relaciones humanas, esta mascarada de la que fatalmente participamos todos, se presta desde luego a un tratamiento satírico, y en ocasiones Machado de Assis y Cubas se aventuran en él ‒y perdóneme el lector que reúna en la misma frase al autor de la obra y a su personaje escribiente‒. Así, por ejemplo, en un divertido pasaje durante la estancia del personaje en Portugal (a donde ha sido enviado por su familia para alejarlo de una prostituta de la que se ha enamorado) Brás sufre un accidente hípico. Para su dicha, un campesino lo rescata a tiempo salvando su vida. Inicialmente Brás resuelve recompensar al campesino con una valiosa moneda de oro, enseguida lo reconsidera y concluye que eso quizás sea excesivo y resuelve entregarle una de plata, para terminar entregándole otra de menor valor.  Cuando lo ha hecho, se aleja unos pasos y se voltea para observar como el campesino contempla extasiado la moneda recibida, y el breve pasaje concluye cuando Brás se reconviene por su excesiva generosidad y dispendio y promete enmendarse en una futura ocasión.

A menudo Machado y Cubas se contentan con rozar el tono satírico, con bordearlo o acariciarlo con inquietante ambigüedad, como en el siguiente retrato de un tío del personaje, canónigo: “No era un hombre que viese la parte sustancial de la Iglesia; veía el lado externo: la jerarquía, las preeminencias, las sobrepellices, las genuflexiones. Antes la sacristía que el altar. Una laguna en el ritual lo irritaba más que una infracción de los mandamientos” (p.51).

Otra formulación de la idea mencionada más arriba asoma cuando la narración se encuentra bastante avanzada, por boca de un personaje sin importancia, quien asevera que: “la veracidad absoluta era incompatible con un estado social adelantado, y que la paz de las ciudades solo se podía obtener a costa de embustes recíprocos” (p. 247).

No es difícil olfatear aquí el perfume de ideas que décadas más tarde desarrollará en Viena el Dr. Freud ‒la represión, lo reprimido, el malestar en la cultura, etc.‒ y, si damos algo de alas a nuestra imaginación, los fundamentos de una concepción de la cultura y de la civilización.

Así, lo que por momentos parece una lectura teñida de acentos satíricos o burlescos, muda a menudo de cariz para dar paso a lo que suele llamarse una novela de ideas, una novela filosófica o una novela de tesis.

Quincas Borba

Además de las palabras sentenciosas o mordaces, casi siempre lúcidas, que va escribiendo Brás Cubas, otro personaje viene a reforzar ese carácter, el filósofo Quincas Borba, quien inicialmente es presentado como un joven calavera de similar calaña a la de nuestro protagonista, reaparece más adelante convertido indigente tras haber perdido dinero y posición social, y luego como el filósofo creador del “Humanitismo”, un sistema filosófico de su invención que expone a Brás. Este no solo se muestra interesado, sino seducido por él, al punto de convertirse en una especie de seguidor o discípulo de Borba. Por último, hacia el final del libro descubrimos que Borba ha sucumbido a algún tipo de demencia delirante. Conozcamos una somera explicación del Humanitismo ‒palabra derivada de humanitas‒ por boca de su creador:

               “ ‒ Humanitas ‒decía‒, el principio de las cosas, no es otro sino el hombre mismo repartido entre todos los hombres. Humanitas tiene tres fases: la estática, anterior a toda la creación, la expansiva, comienzo de las cosas, la dispersiva, aparición del hombre; y contará con una más, la contractiva, absorción del hombre y de las cosas. La expansión, al iniciar el universo, sugirió a Humanitas el deseo de gozar, y de ahí la dispersión, que no es más que la multiplicación personificada de la sustancia original.” (p.313)

De estas premisas o ideas generales desprende Quincas Borba numerosas implicaciones, en su mayoría relacionadas con las relaciones sociales e incluso con el bienestar y el sufrimiento individual. Algunas resultan francamente sorprendentes e incluso disparatadas; Bras recoge en sus memorias muchas de ellas, no sin puntualizar que Quincas ha escrito “cuatro volúmenes manuscritos, de cien páginas cada uno, con letra clara y citas latinas” (p. 315) donde expone su sistema.

Como los otros personajes del libro, Quincas Borba no está exento de vanidades y delirios, mas no por ello su exposición puede desestimarse como ridícula. Según él mismo advierte a Cubas, “el humanitismo se relacionaba con el brahmanismo” (p. 313), relación que efectivamente puede establecerse sin mucha dificultad, aunque en el hinduísmo brahmánico sería más bien la sustancia divina, antes que la humana, la que se desdobla y realiza en el proceso cosmológico.

No es mi propósito resumir ni mucho menos criticar el “sistema” de Quincas Borba ‒ni siquiera sé si es posible hacerlo‒, pero sí me interesa dejar sentado que, a diferencia de algunos críticos y comentaristas, de ninguna manera encuentro que estas ideas sean risibles ni puedan considerarse accesorias al libro.

Quizás, la formulación más elocuente de la filosofía de Quincas Borba la encontramos en el delirio o “visión” que experimenta Brás Cubas poco antes de morir. Como casi todo en este libro, en ella se mezclan los acentos satíricos con otras tonalidades, aunque en este caso lo satírico desaparece pronto para dejar su lugar a un tono sentencioso, visionario o profético, que sin mucha dificultad podemos relacionar con pasajes del Apocalipsis o con textos de inspiración gnóstica como el Poimandres.

La visión del agonizante

En su delirio, Brás cabalga a lomo de un hipopótamo (con el que además conversa), y accede a un paisaje dominado por “la inmensa blancura de la nieve, que (…) había invadido el mismo cielo”, donde enseguida encuentra una figura de mujer “mirándome fijamente con unos ojos brillantes como el sol. Todo en esa figura tenía la vastedad de las formas selvática, y todo escapaba a la comprensión”.

                Tras identificarse como Naturaleza o Pandora, esta presencia femenina le informa que es “su madre y su enemiga” y anuncia al agonizante su muerte inminente “porque ya no te necesito” y le promete que “lo espera la voluptuosidad de la nada”. Es absolutamente imposible reproducir la intensidad de las imágenes que Naturaleza o Pandora muestra a Brás Cubas, solo leyéndolas pueden aquilatarse. En ellas, “la historia del hombre y de la tierra tenía una intensidad que no le podían dar ni la imaginación ni la ciencia; (…) era la condensación viva de todos los tiempos”, pues los siglos pasaban “veloces y turbulentos; generaciones que se superponían a otras generaciones: unas tristes, como los hebreos del cautiverio; otras alegres, como los libertinos de Cómodo, y todas ellas puntuales en la sepultura. (…) Cada siglo traía su porción de sombra y de luz, de apatía y de combate, de verdad y de error, y su cortejo de sistemas, de ideas nuevas, de nuevas ilusiones; en cada uno de ellos estallaban los verdores de una primavera y se marchitaban después, para remozarse más tarde” (pgs. 35-40).

                Naturaleza, pues, no tiene otra ley que el egoísmo, entendido este como su propia conservación o perpetuación. No hay esperanza ni redención, pero tampoco, en sentido estricto, muerte: solo el universo y la vida en su constante hacerse y renovarse, para lo cual la muerte y la aniquilación son tan necesarios como la generación de nuevos seres, de nueva vida… Estas ideas, por demás, resuenan vivamente con las que por esa misma época enunciaba Nietzsche en su Zaratustra, publicado tan solo dos años después, en cuya noción del Eterno Retorno algunos han creído ver influjos budistas.

                Quizás, hilando fino, podría uno concluir que, de la misma forma en que el difunto Brás Cubas llega a la lacónica conclusión de que las relaciones personales están fatalmente teñidas de disimulo y ocultación, la individualidad misma ‒y la historia humana en su conjunto‒, son también esencialmente ilusorias. 

Bras Cubas, escritor

No obstante, hay que reiterar que estas Memorias tienen, también, deliciosos acentos burlescos y satíricos, quizás porque se trata de unas memorias “en las que solo tiene cabida la esencia de la vida” (p.91). Como ejemplo traigo a colación los pasajes referidos al origen del linaje de los Cubas, o bien, la ironía de que el protagonista enferme mortalmente tras experimentar con un “emplasto anti hipocondríaco” con el que espera enriquecerse.

                Sin embargo, la mayoría de estos pasajes irónicos están reservados para todo lo relativo a la literatura y a la escritura de las memorias, incluyendo a los lectores ‒a menudo interpelados o aludidos‒ y el acto mismo de la lectura.  Así queda de manifiesto ya desde el proemio, donde dirigiéndose a los hipotéticos lectores de su obra, Brás Cubas afirma que seguramente no sumarán más de diez. En el transcurso del libro va exponiendo sus dudas y dilemas respecto a la escritura del libro, convirtiéndolo en un ejercicio de “puesta en abismo”:  “Tal vez suprima el capítulo anterior; entre otros motivos, porque hay en él, en las últimas líneas, una frase que parece un despropósito, y no quiero dar alas a la crítica del futuro” (p. 215).  O también: “Empiezo a arrepentirme de este libro. No porque me canse; yo no tengo nada que hacer: y, realmente, despachar unos magros capítulos al mundo es una tarea que siempre distrae un poco de la eternidad” (213).

                Y es que magros, brevísimos, son en efecto la inmensa mayoría de los 160 capítulos que integran la obra, algunos de un solo párrafo, otros de unas pocas líneas, otros más en los que solamente consta el número y el título, seguido de algunos puntos suspensivos. Todo ello favorece una lectura vertiginosa, voraz ‒al menos a mí me sucedió así‒ a la que resulta difícil resistirse, menos renunciar.

                El desprecio de Machado de Assis por las convenciones narrativas de la época ‒incluso de todas las épocas‒ autoriza a calificar este obra como “vanguardista” avant la lettre, medio siglo antes de que las vanguardias irrumpieran en el panorama literario europeo.

El renacido

Los estudiosos de la obra de Machado de Assis anotan que en ella se distinguen claramente dos periodos, uno inicial, en el que nuestro autor escribe historias románticas, según la costumbre de la época, y el segundo ‒inaugurado por las Memorias póstumas‒ en donde su obra se vuelve personal e inclasificable. “La crítica llegó a hablar de Machado de Assís como uno de esos raros escritores ‘twice born’, nacido dos veces, a la manera de los grandes convertidos: San Agustín o Pascal”, escribe Alfredo Bosi en el suculento prólogo a sus Cuentos, que publicara en 1978 la Biblioteca Ayacucho.

                Es simbólico y tal vez revelador que entre uno y otro periodo se encuentren precisamente estas Memorias póstumas. ¿Acaso Machado de Assís experimentó, como Brás Cubas, la muerte, algún tipo de muerte?  La respuesta debe esconderse en algún pliegue de su biografía ‒tan sorprendente e improbable como esta novela‒, o quizás en alguna visión experimentada durante una de las crisis epilépticas que, como Dostoyevski, sufrió el autor durante toda su vida. ¿Serían, acaso, las visiones del agonizante Brás Cubas recogidas en estas Memorias? Como canta el bolero: quizás, quizás, quizás

 

NOTA

Las referencias al libro están tomadas de la edición de Sexto Piso. Traducción de Elena Losada. Ilustraciones de Mariana Río. México, 2017.