A propósito de Memorias póstumas de Brás Cubas, de JoaquIm Machado de Assis
En el capítulo CXXIX de esta
asombrosa novela, el protagonista ‒quien como queda dicho desde el título,
escribe póstumamente sus memorias‒ anota: “Si
tuviese los aparatos adecuados, incluiría en este libro una página de química,
porque descompondría el remordimiento hasta sus más simples elementos” (p. 243).
Empiezo mi comentario con esta cita, pues con pocas frases el autor revela aquí
una de las claves que he seguido durante la lectura del libro, a saber, lo que
suele denominarse “análisis de los sentimientos” o “análisis de las pasiones”
humanas.
La idea de que las obras
literarias en general ‒y las narrativas en particular‒ pudieran constituirse en
un laboratorio para el análisis de las pasiones humanas no era nueva en 1881, cuando
Joaquim Machado de Assis publica su obra. Medio siglo antes, en 1830, Stendhal
había publicado su deslumbrante Rojo y Negro, y Flaubert en 1856 su Madame
Bovary, para mencionar solo dos de las más extraordinarias novelas de este tipo.
Con ellas nacen a la vida y a la conciencia moderna caracteres inolvidables
como lo son Julien Sorel y Emma Bovary, en quienes la complejidad y profundidad
de los personajes novelescos conoce nuevas cotas. En Rusia, Dostoyeveski creaba
por esos mismos años una fabulosa galería de personajes literarios atormentados,
complejos y apasionados como el alma rusa, diría él.
Sin embargo, como
tendremos ocasión de ver, la novela de Machado de Assis está a años luz de las
convenciones narrativas del paradigma realista, entonces reinante en Europa y
en la mayor parte del mundo letrado. Para empezar, a diferencia de cualquier
otra obra de entonces o posterior que haya leído, en esta el
protagonista/narrador/autor goza de una ventaja considerable, que es la de
haber abandonado ya el mundo de los vivos.
De esta forma,
escribiendo desde el otro lado de la muerte, Brás Cubas se ha despojado de las
ataduras y los convencionalismos sociales, incluyendo su vanidad y sus prejuicios.
“Yo era, en ese tiempo, un fiel compendio de trivialidad y presunción. (…) Tal
vez asombre al lector la franqueza con que expongo y realzo mi mediocridad;
advierta que la franqueza es la primera virtud de un difunto” (p.95).
Desde ahí, desde ese otro
lado de la muerte, Cubas va relatando su historia, que es la de un privilegiado
bribón, la de un conformista impenitente, la de un comedido mediocre, pero nada
de esto en demasía, apenas lo necesario para que cualquiera pueda reconocerse en
ella.
Como corresponde al
género de las memorias, Brás refiere en las suyas lo relativo a sus
antecedentes familiares, a su niñez, a su juventud, a su madurez… y a su agonía
y muerte, pero el núcleo del relato lo ocupa su larga relación pasional con
Virgília, una mujer a quien conoce en su juventud y a quien reencuentra años
más tarde, ya casada. Los sobresaltos y vaivenes de esta relación de
infidelidad conyugal constituyen, pues, el meollo de la obra.
Disimulo y ocultación
Desde la insólita perspectiva de difunto
desde donde escribe, Brás Cubas accede a un panorama único sobre la vida humana,
y así los lectores descubrimos poco a poco que su interés trasciende el relatar
las circunstancias de su vida o retratar los caracteres de aquellos con quienes
se relacionó: su verdadero cometido apunta más bien a revelar aquello que tienen
en común las relaciones humanas, independientemente de las características de
quienes participan de ellas.
Mientras avanzamos en la
lectura, va tomando forma ante nuestros ojos la inquietante imagen de una
permanente mascarada, de una incesante farsa donde la ocultación y el disimulo
son la nota dominante, la característica fundamental. “En la vida, el qué dirán, la mirada de los
otros, el contraste de los intereses, la lucha de las codicias nos obligan a
esconder los trapos sucios, a disimular sus desgarrones y descosidos, a no
confiar al mundo las revelaciones que se hacen a la conciencia: y lo mejor de
esa obligación se produce cuando, a base de engañar a los demás acaba uno por
engañarse a sí mismo, porque en tal caso se ahorra la vergüenza, que es una
sensación penosa, y la hipocresía, que es un vicio hediondo” (p. 95).
Transcribo este pasaje, algo extenso, porque no tiene desperdicio y lo bueno
debe compartirse.
Este doblez inherente a
las relaciones humanas, esta mascarada de la que fatalmente participamos todos,
se presta desde luego a un tratamiento satírico, y en ocasiones Machado de
Assis y Cubas se aventuran en él ‒y perdóneme el lector que reúna en la misma
frase al autor de la obra y a su personaje escribiente‒. Así, por ejemplo, en
un divertido pasaje durante la estancia del personaje en Portugal (a donde ha
sido enviado por su familia para alejarlo de una prostituta de la que se ha
enamorado) Brás sufre un accidente hípico. Para su dicha, un campesino lo
rescata a tiempo salvando su vida. Inicialmente Brás resuelve recompensar al
campesino con una valiosa moneda de oro, enseguida lo reconsidera y concluye
que eso quizás sea excesivo y resuelve entregarle una de plata, para terminar
entregándole otra de menor valor. Cuando
lo ha hecho, se aleja unos pasos y se voltea para observar como el campesino
contempla extasiado la moneda recibida, y el breve pasaje concluye cuando Brás
se reconviene por su excesiva generosidad y dispendio y promete enmendarse en
una futura ocasión.
A menudo Machado y Cubas se
contentan con rozar el tono satírico, con bordearlo o acariciarlo con
inquietante ambigüedad, como en el siguiente retrato de un tío del personaje,
canónigo: “No era un hombre que viese la parte sustancial de la Iglesia; veía
el lado externo: la jerarquía, las preeminencias, las sobrepellices, las genuflexiones.
Antes la sacristía que el altar. Una laguna en el ritual lo irritaba más que
una infracción de los mandamientos” (p.51).
Otra formulación de la
idea mencionada más arriba asoma cuando la narración se encuentra bastante
avanzada, por boca de un personaje sin importancia, quien asevera que: “la
veracidad absoluta era incompatible con un estado social adelantado, y que la
paz de las ciudades solo se podía obtener a costa de embustes recíprocos” (p.
247).
No es difícil olfatear
aquí el perfume de ideas que décadas más tarde desarrollará en Viena el Dr.
Freud ‒la represión, lo reprimido, el malestar en la cultura, etc.‒ y, si damos
algo de alas a nuestra imaginación, los fundamentos de una concepción de la
cultura y de la civilización.
Así, lo que por momentos
parece una lectura teñida de acentos satíricos o burlescos, muda a menudo de
cariz para dar paso a lo que suele llamarse una novela de ideas, una novela
filosófica o una novela de tesis.
Quincas Borba
Además de las palabras sentenciosas o
mordaces, casi siempre lúcidas, que va escribiendo Brás Cubas, otro personaje
viene a reforzar ese carácter, el filósofo Quincas Borba, quien inicialmente es
presentado como un joven calavera de similar calaña a la de nuestro
protagonista, reaparece más adelante convertido indigente tras haber perdido
dinero y posición social, y luego como el filósofo creador del “Humanitismo”,
un sistema filosófico de su invención que expone a Brás. Este no solo se
muestra interesado, sino seducido por él, al punto de convertirse en una
especie de seguidor o discípulo de Borba. Por último, hacia el final del libro
descubrimos que Borba ha sucumbido a algún tipo de demencia delirante. Conozcamos
una somera explicación del Humanitismo ‒palabra derivada de humanitas‒
por boca de su creador:
“ ‒ Humanitas ‒decía‒, el principio
de las cosas, no es otro sino el hombre mismo repartido entre todos los
hombres. Humanitas tiene tres fases: la estática, anterior a toda
la creación, la expansiva, comienzo de las cosas, la dispersiva,
aparición del hombre; y contará con una más, la contractiva, absorción
del hombre y de las cosas. La expansión, al iniciar el universo, sugirió
a Humanitas el deseo de gozar, y de ahí la dispersión, que no es más que
la multiplicación personificada de la sustancia original.” (p.313)
De estas premisas o ideas
generales desprende Quincas Borba numerosas implicaciones, en su mayoría relacionadas
con las relaciones sociales e incluso con el bienestar y el sufrimiento
individual. Algunas resultan francamente sorprendentes e incluso disparatadas; Bras
recoge en sus memorias muchas de ellas, no sin puntualizar que Quincas ha
escrito “cuatro volúmenes manuscritos, de cien páginas cada uno, con letra
clara y citas latinas” (p. 315) donde expone su sistema.
Como los otros personajes
del libro, Quincas Borba no está exento de vanidades y delirios, mas no por
ello su exposición puede desestimarse como ridícula. Según él mismo advierte a
Cubas, “el humanitismo se relacionaba con el brahmanismo” (p. 313), relación
que efectivamente puede establecerse sin mucha dificultad, aunque en el
hinduísmo brahmánico sería más bien la sustancia divina, antes que la humana,
la que se desdobla y realiza en el proceso cosmológico.
No es mi propósito resumir
ni mucho menos criticar el “sistema” de Quincas Borba ‒ni siquiera sé si es posible
hacerlo‒, pero sí me interesa dejar sentado que, a diferencia de algunos
críticos y comentaristas, de ninguna manera encuentro que estas ideas sean
risibles ni puedan considerarse accesorias al libro.
Quizás, la formulación
más elocuente de la filosofía de Quincas Borba la encontramos en el delirio o
“visión” que experimenta Brás Cubas poco antes de morir. Como casi todo en este
libro, en ella se mezclan los acentos satíricos con otras tonalidades, aunque
en este caso lo satírico desaparece pronto para dejar su lugar a un tono
sentencioso, visionario o profético, que sin mucha dificultad podemos
relacionar con pasajes del Apocalipsis o con textos de inspiración gnóstica
como el Poimandres.
La visión del agonizante
En su delirio, Brás cabalga a lomo de un
hipopótamo (con el que además conversa), y accede a un paisaje dominado por “la
inmensa blancura de la nieve, que (…) había invadido el mismo cielo”, donde
enseguida encuentra una figura de mujer “mirándome fijamente con unos ojos
brillantes como el sol. Todo en esa figura tenía la vastedad de las formas
selvática, y todo escapaba a la comprensión”.
Tras
identificarse como Naturaleza o Pandora, esta presencia femenina le informa que
es “su madre y su enemiga” y anuncia al agonizante su muerte inminente “porque
ya no te necesito” y le promete que “lo espera la voluptuosidad de la nada”. Es
absolutamente imposible reproducir la intensidad de las imágenes que Naturaleza
o Pandora muestra a Brás Cubas, solo leyéndolas pueden aquilatarse. En ellas,
“la historia del hombre y de la tierra tenía una intensidad que no le podían
dar ni la imaginación ni la ciencia; (…) era la condensación viva de todos los tiempos”,
pues los siglos pasaban “veloces y turbulentos; generaciones que se superponían
a otras generaciones: unas tristes, como los hebreos del cautiverio; otras
alegres, como los libertinos de Cómodo, y todas ellas puntuales en la
sepultura. (…) Cada siglo traía su porción de sombra y de luz, de apatía y de
combate, de verdad y de error, y su cortejo de sistemas, de ideas nuevas, de
nuevas ilusiones; en cada uno de ellos estallaban los verdores de una primavera
y se marchitaban después, para remozarse más tarde” (pgs. 35-40).
Naturaleza,
pues, no tiene otra ley que el egoísmo, entendido este como su propia
conservación o perpetuación. No hay esperanza ni redención, pero tampoco, en
sentido estricto, muerte: solo el universo y la vida en su constante hacerse y renovarse,
para lo cual la muerte y la aniquilación son tan necesarios como la generación de
nuevos seres, de nueva vida… Estas ideas, por demás, resuenan vivamente con las
que por esa misma época enunciaba Nietzsche en su Zaratustra, publicado tan
solo dos años después, en cuya noción del Eterno Retorno algunos han creído ver
influjos budistas.
Quizás,
hilando fino, podría uno concluir que, de la misma forma en que el difunto Brás
Cubas llega a la lacónica conclusión de que las relaciones personales están
fatalmente teñidas de disimulo y ocultación, la individualidad misma ‒y la
historia humana en su conjunto‒, son también esencialmente ilusorias.
Bras Cubas, escritor
No obstante, hay que reiterar que estas Memorias
tienen, también, deliciosos acentos burlescos y satíricos, quizás porque se
trata de unas memorias “en las que solo tiene cabida la esencia de la vida”
(p.91). Como ejemplo traigo a colación los pasajes referidos al origen del linaje
de los Cubas, o bien, la ironía de que el protagonista enferme mortalmente tras
experimentar con un “emplasto anti hipocondríaco” con el que espera
enriquecerse.
Sin
embargo, la mayoría de estos pasajes irónicos están reservados para todo lo relativo
a la literatura y a la escritura de las memorias, incluyendo a los lectores ‒a
menudo interpelados o aludidos‒ y el acto mismo de la lectura. Así queda de manifiesto ya desde el proemio, donde
dirigiéndose a los hipotéticos lectores de su obra, Brás Cubas afirma que
seguramente no sumarán más de diez. En el transcurso del libro va exponiendo
sus dudas y dilemas respecto a la escritura del libro, convirtiéndolo en un
ejercicio de “puesta en abismo”: “Tal
vez suprima el capítulo anterior; entre otros motivos, porque hay en él, en las
últimas líneas, una frase que parece un despropósito, y no quiero dar alas a la
crítica del futuro” (p. 215). O también:
“Empiezo a arrepentirme de este libro. No porque me canse; yo no tengo nada que
hacer: y, realmente, despachar unos magros capítulos al mundo es una tarea que
siempre distrae un poco de la eternidad” (213).
Y
es que magros, brevísimos, son en efecto la inmensa mayoría de los 160
capítulos que integran la obra, algunos de un solo párrafo, otros de unas pocas
líneas, otros más en los que solamente consta el número y el título, seguido de
algunos puntos suspensivos. Todo ello favorece una lectura vertiginosa, voraz
‒al menos a mí me sucedió así‒ a la que resulta difícil resistirse, menos renunciar.
El
desprecio de Machado de Assis por las convenciones narrativas de la época
‒incluso de todas las épocas‒ autoriza a calificar este obra como
“vanguardista” avant la lettre, medio siglo antes de que las vanguardias
irrumpieran en el panorama literario europeo.
El renacido
Los estudiosos de la obra de Machado de Assis
anotan que en ella se distinguen claramente dos periodos, uno
inicial, en el que nuestro autor escribe historias románticas, según la
costumbre de la época, y el segundo ‒inaugurado por las Memorias póstumas‒
en donde su obra se vuelve personal e inclasificable. “La crítica llegó a
hablar de Machado de Assís como uno de esos raros escritores ‘twice born’,
nacido dos veces, a la manera de los grandes convertidos: San Agustín o
Pascal”, escribe Alfredo Bosi en el suculento prólogo a sus Cuentos, que
publicara en 1978 la Biblioteca Ayacucho.
Es
simbólico y tal vez revelador que entre uno y otro periodo se encuentren
precisamente estas Memorias póstumas. ¿Acaso Machado de Assís
experimentó, como Brás Cubas, la muerte, algún tipo de muerte? La respuesta debe esconderse en algún pliegue
de su biografía ‒tan sorprendente e improbable como esta novela‒, o quizás en
alguna visión experimentada durante una de las crisis epilépticas que,
como Dostoyevski, sufrió el autor durante toda su vida. ¿Serían, acaso, las
visiones del agonizante Brás Cubas recogidas en estas Memorias? Como canta
el bolero: quizás, quizás, quizás…
NOTA
Las referencias al libro están tomadas de la
edición de Sexto Piso. Traducción de Elena Losada. Ilustraciones de Mariana
Río. México, 2017.