ABISMO
Era el centro de un mundo vacío, en donde no había, no cabía, no vivía nadie más.
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El Gran Bostezo que todo lo devora y nada perdona, la inefable garra del hastío, de la que huir resulta a veces imposible.
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He llegado a ser un maestro en la cualidad patética de vivir siempre en estado de crisis.
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Odiaba la belleza del mundo, mataba pájaros por vanidad. Me sentía turbio, poseso; sucio de rabia, asqueado de realidad.
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El terrible dolor de ser incapaz de entregarle a los seres que amás, ninguna otra cosa que tu mierda.
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Despierto –pero no quiero, no puedo terminar de despertar–, en plena madrugada, con un nudo terrible en la garganta; es una sensación casi dolorosa –físicamente–, algo espeso, concreto y azul, bien localizado en la garganta. Y es toda la tristeza que no sé cómo sacarme.
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Un tipo en plena crisis sicótica me aborda en la calle. De su desbocada charla, entresaco dos frases: · “Si en Costa Rica había trenes y tranvías, fue por las canas de mi abuelo…” “En mi religión no existen los cementerios.”
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A menudo encuentro a Vera, indigente de edad indefinible y con el cerebro quemado por el “crack”, mendigando por las calles de San José. Por lo general se dirige a los viandantes con un desenfado agresivo: “Regáleme algo para comer. Regáleme algo, tengo hambre.” Otras veces habla a gritos, mientras camina por el boulevard: “¡Qué rico! Acabo de comerme un casado, estoy llenísima y ya pagué el hotel.” El Viernes Santo la encuentro hecha un ovillo en un rincón de la ciudad desierta, llorando como una niña. “¿Qué le pasa?” “Debo cuarto y no tengo para pagar”. Vuelve a llorar, y ese llanto de una mujer que ha pasado por todo, es más terrible que cualquier otro y me acuchilla.
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Para aquél hombre (Puerto Barrios, Guatemala) el mundo era un lugar incomprensible, de donde venían palos y garrotes sin que él llegara nunca a entender razones o motivos.